uienes crecimos sin móvil ni consola dedicamos muchos ratos de nuestra infancia a jugar. En el patio, en la calle o en la plaza jugábamos a cosas que hoy en día sólo veríamos en un documental del canal Historia, como la silla musical. Se ponía una silla menos que los participantes y se empezaba a dar vueltas al son de la música. Cuando paraba había que sentarse, y el que se quedaba de pie: fuera. Se quitaba una silla y así hasta que al final sólo quedaba uno sentado. El ganador. Me ha venido a la memoria este juego por la obsesión que ha entrado con lo del número de sillas. Según me comentan, personas uniformadas se dedican a certificar la corrección con que la hostelería desempeña su trabajo, bien. La cuestión es que, según parece, hay una fijación por contar el número de asientos y relacionarlo con el aforo permitido, instando amablemente a los locales a retirar los que excedan del máximo autorizado. De poco sirve explicar que a menudo en mesas de 4 sólo hay una persona; que sería un poco lioso andar moviendo sillas en función de cuantos quieran sentarse; o que a veces sirve simplemente para dejar el bolso. Un culo por silla y una silla para cada culo. De aplicar la norma a rajatabla sería simpático ver a los curas con la motosierra serrando los bancos de las iglesias; o a los gerentes de cines y teatros tirando las butacas que excedan el aforo permitido; o que si en casa no podemos juntarnos más de cuatro haya que subir las sillas al desván. Pero no pasa nada. Vuelve a sonar la música otra vez, y trae tambores de guerra. Pasada la santa semana, con sus procesiones a playas, montes y otros espacios colmatados, jugada la copa bien regada, y disfrutado del sol, todos de nuevo a dar vueltas con la certeza de que, una vez más, antes de empezar ya sabemos quién va a ser el primero en quedarse sin silla cuando se pare la música.