ngi etorriak! Bienvenidas sean las mociones contra los ongietorris que, por iniciativa de diversas organizaciones de la sociedad civil, se están presentando en los ayuntamientos vascos.

La reacción de la izquierda abertzale ante esta iniciativa revela cómo le cuesta afrontar este asunto de cara, mirando al pasado con honestidad intelectual y moral, sin hacer trampas. Sus líderes nos piden, por un lado, que consideremos estos recibimientos como actos privados de familiares y amigos, pero acto seguido afirman que son manifestaciones públicas de solidaridad. Además nos advierten de que se van a seguir celebrando tantos ongietorris como presos de ETA se hayan mantenido fieles a la causa, sin apartarse demasiado de la ortodoxia, y por lo tanto lo merezcan como muestra de que "tienen el apoyo de una parte importante de nuestra sociedad".

No nos mintamos. Los recibimientos se ofrecen a los expresos de ETA por el hecho de serlo. Y como reconocimiento. La escenografía de los actos, su épica y su parafernalia, los pasillos, las bengalas, los carteles y las banderas dan un significado político y paramilitar al conjunto. Pretender que c arecen de lectura pública legitimadora de una trayectoria de violencia es jugar con las palabras, con los hechos y con la ética, es crear "hechos alternativos" como los que gustaban a Trump.

En otras ocasiones he reflexionado en estas mismas páginas sobre los aspectos más políticos de estos recibimientos. Pero no quiero repetirme. Busco un enfoque más modesto.

En la famosa entrada a su autobiografía, Bertrand Russell mencionaba tres pasiones, simples pero intensas, que habían gobernado su vida: el anhelo del amor, la búsqueda del conocimiento y una inevitable piedad ante el sufrimiento ajeno. Según me hago mayor pierdo confianza en las grandes construcciones ideológicas y me arrimo con mayor esperanza a esos valores quizá más modestos pero más cálidos de Russell que nos deberían prevenir ante las ideologías que inviten a menospreciar el sufrimiento del otro o a aceptar la crueldad como el inevitable precio por el asalto a cualquiera que fuera el cielo que alcanzar.

Amos Oz nos propone la imaginación, el arte y el humor como anticuerpos contra el fanatismo. Estas facultades nos permiten ponernos en el lugar del otro, calzarnos sus botas y caminar un rato con ellas. Tras esta experiencia mental no resultará tan fácil mirar a un lado cuando a ese otro le torturen o le peguen un tiro en la nuca, aunque sea por una causa que consideramos nuestra. No será tan fácil justificar los crímenes sólo por el hecho de que sus autores sean de los nuestros. No será tan fácil hacerles la ola, entre beatíficas sonrisas y solidarios abrazos, cuando vuelvan gloriosos a casa tras sus heroicas hazañas.

Leo en el último libro de Landero unos párrafos de Proust que rescatan el valor de lo modesto, de lo sencillo, de los detalles (del olor de la madalena) que "me fueron más valiosos para mi renovación espiritual que tantas conversaciones humanitarias, patrióticas, internacionalistas y metafísicas".

La piedad por el sufrimiento ajeno de Russell, la imaginación moral de Oz y la primacía del toque humano sobre el poder cegador de la ideología que mencionaba Proust deberían bastarnos para apoyar esta moción sin necesidad de entrar en mayores consideraciones éticas o políticas. Pero los comandantes de la cosa han tocado a rebato. No sorprende: el siguiente paso lógico llevaría a revisar su papel durante años empujando a generaciones de jóvenes vascos a probar el abismal atractivo del totalitarismo y sus embriagadores y estériles sabores. Más decepcionante sería que, prietas las filas, en esa coalición que dijo hace 10 años querer incorporar diversas trayectorias todos votaran ahora en los distintos ayuntamientos al unísono por perpetuar la cultura de la violencia en nuestras calles.