a desmesura con la que vivimos lo que sucede en torno a las elecciones en la Comunidad Autónoma de Madrid revela un problema que podríamos llamar capitalocentrismo. Al ser una patología propia de los estados centralistas no debería suceder en España, por su configuración política altamente descentralizada, pero hay algo más profundo y persistente que cualquier estatuto de autonomía que parece querer imponerse.

En los estados propiamente centralistas -Francia sería el ejemplo- todo pasa en la capital. En estos estados la capital contiene al estado, a la idea de nación y a la identidad del conjunto. Por eso la capital cree poder representar al conjunto del país de modo equilibrado. Ese estado centralista habla con los acentos de la capital que se convierten en la norma de corrección ilustrada, de neutralidad sin tara ni sospecha (las ministras andaluzas saben mucho de este prejuicio).

En esos estados se asume como natural un proceso de fagocitación de inversiones, servicios y oportunidades por la capital. Las sedes de las instituciones se ubican desproporcionadamente allí, tras ellas las centrales de las empresas y las representaciones institucionales públicas y privadas, nacionales o internacionales. También la sede de la orquesta nacional, del teatro nacional, de la biblioteca nacional, de la pinacoteca nacional o del ballet nacional. De modo que quien quiera ser bailarín, ejecutivo de banca, investigador contra el cáncer o alto funcionario se ve atraído por ese centro que absorbe el talento del país. No debería pasar en España, pero algunos aspiran a ese modelo.

Hace un par de semanas saltó a la prensa que Ramón Barea había dejado una obra en el Centro Dramático Nacional por disconformidad con el sistema de dietas que cubre a los actores que deben desplazarse desde la capital "a provincias" pero no a quienes desde otros lugares acuden a Madrid. Y es que el raro, el que se empeña en tener carrera y al tiempo vivir fuera de la capital, debe asumir el costo de su extravagancia. Muchos profesionales de distintas especialidades pagan un coste de pérdida de oportunidades, de información, de relaciones, de no estar en los lugares, en los espacios, de no encontrarse con sus pares, de no estar en el desayuno con el ministro o en la reunión de urgencia convocada por el director general de su empresa.

El centralismo enarbola la bandera de la igualdad, pero crea desigualdades. Sucede en toda Europa. Según EUROSTAT la desigualdad regional dentro de los estados europeos ha aumentado en los últimos 10 años. Esa desigualdad ha crecido aún más en los países de sistema formalmente centralizado que en los países más policéntricos (Alemania, Italia o España) donde hay varias regiones que pelean por compartir esas oportunidades, recursos, inversiones, servicios y talento. Compitiendo protegemos la igualdad territorial.

Frente a ese modelo policéntrico, la presidenta de la Comunidad de Madrid presume de que "todo el mundo utiliza Madrid, todo el mundo pasa por aquí" y desea retroalimentar el círculo vicioso atrapa-todo: "tratar a Madrid como al resto de comunidades es muy injusto a mi juicio". Todo empieza y termina en la capital que es sinónimo de la nación: "Madrid es de todos. Madrid es España dentro de España. ¿Qué es Madrid si no es España?".

Ese nacionalismo madrileño, castizo y ácrata, ignora profundamente la historia de España y su identidad compleja. Este no es un artículo contra Madrid, ciudad abierta y maravillosa que amo y que disfruto y en la que tengo grandísimos amigos que me hacen sentir en casa, sino a favor de Madrid y contra quienes quieren enfrentarla al resto del Estado. Contra esos a los que la España real les sobra -salvo para veranear, para esquiar, para admirar iglesias románicas o para ir a comer- porque creen que para todo lo demás la potencia del país está contenida en la capital.