ubo un tiempo en que este país vivía envuelto en debates tautológicos en cuyas ecuaciones surgían siempre los conceptos de Paz e Independencia. De hecho, seguimos envueltos en laberintos tautológicos porque forman parte de nuestra naturaleza de vascos tocapelotas, politiqueros, cabezotas y reivindicativos, pero ahora la Paz ya ha salido del armario y la Independencia ha pasado de vestirse de Ternua a cubrirse con ropajes de Gucci (gutxi gorabehera).

Pero Horacio se hace estas pajas mentales sencillamente porque el cruce entre las calles Paz e Independencia de Gasteiz se ha convertido en un nudo dialéctico para su vida cotididana. La cuestión es que este hombre usa con gran regularidad ese tranvía que reverencia como medio de transporte práctico, sostenible y eficaz. Pero se ha encontrado en los últimos meses con innumerables, casi diarias, interrupciones de un recorrido que se colapsa en Sancho el Sabio, y siempre por el mismo motivo expresado por algún operario de Euskotren: se corta el viaje por el paso de una manifestación.

Y aquí surge la encrucijada, simbolizada en ese punto del Ensanche vitoriano donde el derecho de un grupo de ciudadanos que avanzan tras una pancarta colisiona con el de los azorados usuarios del tren ligero.

Se trata de una maravillosa metáfora de la vida, y como Horacio defiende la paz sin matices y aboga por eliminar cerraduras a las puertas de la independencia, propone a los gurús de la movilidad local que desvíen las postas de las caballerías por esa calle peatonal tan accesible y cómoda.

Y por lo demás, a nuestro amigo le gustaría centrarse en la mandanga de AstraZeneca y la guerra del jeringazo, o en el juego de tronos del socialcomunismo bolivariano contra el fascismo hitleriano de Madrid, pero hoy quiere manifestarse y subirse al tranvi sin que sean actividades excluyentes.