ara qué cojones reservan vacunas? Horacio acompañó aquel día a su amigo Zapa a la cafetería del hospital de Santiago, donde le habían endosado un chute de AstraZeneca. Entretanto, un grupo de personas con aire desorientado aguardaba en el exterior del singular vacunódromo, mientras ambos se dirigían a tomarse un marianito en esa fría mañana de domingo.

-¿Te duele?

-Ni ostias- la mueca de Zapa era la de un escéptico que no confiaba en la efectividad de aquella punción diabólica.

-Sigo sin entender para qué se ha guardado material- Horacio abonó al camarero los dos tragos, y se sentó en una mesa junto al apuntillado -No tengo ni idea de esto, pero si yo recibo mil dosis, vacuno a 500 personas y ya está. Ahí tengo la segunda toma y punto... Debe ser que me he perdido algo en la lógica de Sanidad.-

Mientras, Zapa se observaba el brazo punteado, donde lucía una gasa protectora.

-No tienen ni puta idea. Yo no hubiera venido si no me hubieras tocado tanto las narices- lanzó un resoplido y echó un trago al Martini con hielos -Joder, ya estoy notando calores....-

Lo cierto era que le había mudado el color de la cara hacía una palidez poco saludable.

-A ver, no te vuelvas loco- Esbozó una sonrisa socarrona -el efecto no aparece tan rápido, colega. Esto es pura sugestión.- Zapa había escuchado numerosas historias de vacunados que recaían en fiebres terminales, vómitos espantosos y mareos vertiginosos, que les habían llevado a las puertas del tanatorio. Había rebuscado en las redes sociales donde catedráticos de alpargata recomendaban dejar al cuerpo autoinmunizarse, sin permitir que científicos novatos les inoculen chips letales o códigos de espionaje industrial.

-Estoy hecho una puta mierda, tío. Acompáñame a casa que así no llego...-

El resto del domingo fue un homenaje perfecto a la paranoia, donde Horacio tuvo casi que acunar al amigo desfallecido.