a operación jeringazo ya está en marcha. Ambulatorios y vacunautos acondicionados, un ejército de sanitarios dispuesto y el mueble bar repleto de brebajes de importación. Los cócteles de Pfizer, Moderna y AstraZeneca, listos para servir.

Al otro lado, una clientela receptiva que aguarda disciplinada su turno para recibir el rejón. Abuelos primero, y luego policías, bomberos, cajeras, conductores y otros colectivos expuestos.

Además de inmunizarse, contribuyen al bien común generando un escudo social que dificulta al virus su transmisión. No obtienen protección total, pero minimizan riesgos y ayudan a generar la ansiada inmunidad de rebaño. Al fin y al cabo, una campaña de vacunación no deja de ser un ejercicio de solidaridad colectiva.

Pero, cómo no, ya resuena amplificada la voz de los antivacunas, una subespecie del género de los negacionistas. A los señoritos no les hace gracia porque desconocen el efecto en su organismo, o peor aún, porque no quieren ser cobayas de una pérfida estratagema de dominio global.

No sólo cacarean Bosé, Abril y otras caricaturas de gorro plateado. También hay escépticos en el ámbito médico y científico que desde su atalaya siembran confusión y miedo, poniéndonos a todos en riesgo con su delirante cruzada.

Este recelo es más viejo que la viruela. Que por cierto se erradicó gracias a una vacuna, a pesar de la feroz resistencia de los caballeros blancos, como se denominaban antaño quienes azuzaban el rechazo colectivo para favorecer sus propios intereses. La solución fue descubierta en 1796 y el mal desapareció en 1980, dejando un reguero de miles de muertos tras décadas de lucha contra mentes obtusas. Dos siglos después, la batalla continúa. Se volverá a ganar, eso seguro, pero el esfuerzo resulta agotador. ¿Para cuándo la vacuna contra la estulticia?