veces, visto lo visto, oído lo oído y leído lo leído uno está tentado de perder toda esperanza en el género humano. Son esos momentos en los que hay quien empieza a buscar la sierra para cortar los cañones de la escopeta, quien busca refugio en la barra del bar, digo en la mesa, y hasta quien se arranca a leer a Montaigne o a Séneca. Pero la vida es generosa y de cuando en vez hasta te da sorpresas de las buenas. Algunas, no por ser periódicas dejan de seguirlo siendo. En el barrio en el que vivo, por ejemplo, todas las semanas, un día como hoy, se siente uno transportado a uno de esos hoteles con piscina y actividades. Entra el sol por la ventana, y con sus rayos la música y las voces del animador cantando los ejercicios. Se asoma uno confundido y contempla con una sonrisa de oreja a oreja a la veteranía del barrio dando palmas y levantando piernas. ¡Qué envidia dan! Señoras y señores con sus chandals, o lo que sea, haciendo sus ejercicios al aire libre, con sus mascarillas y sus metros de distancia, y por encima de sus años, sus achaques y de la que nos está cayendo, con sus ganas de vivir con alegría. Pero no solo los mayores te dan sorpresas, no. Ayer mismo estaba yo cenando y suena el timbre de casa, el de arriba. ¿Qué pasará? ¿Quién será? Nada bueno, verás. Y abres la puerta con miedos y temores y te encuentras a las dos estudiantes del piso de arriba con un vasito vacío en la mano. Kaixo, perdona, ¿nos podrías dejar un poco de aceite?, es que vamos a hacer una tortilla y se nos ha terminado. Casi se me saltan las lágrimas. Vamos, que no les hice la tortilla de milagro. Me quedé yo en casa recordando cuántas veces lo hice yo a sus años, y si no llegan a bajar al de un rato a devolverme el aceite que les había sobrado, ahí seguiría yo, con la lagrimilla colgando. ¡Ay que emoción! ¡Jo! ¡Que no todo está perdido, hermanos!