uando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo. A los dos protagonistas del milenario proverbio se suele sumar hoy en día un tercero: el espabilado. Es quien se encarga de hacer todo lo posible por despistar al incauto y lograr que su vista no vaya más allá. Sólo así se puede explicar que el foco mediático esté estos días tan fijado en algaradas callejeras, contenedores ardiendo y tiendas saqueadas.

La profundidad de cámara sólo alcanza a mostrar con cierta nitidez, como mucho, el detonante puntual de cada motín. Los versos de Hásel o la paliza de los policías de Algeciras, que se colocan ante la lente deformada del análisis superficial, oportunista y tendencioso.

Nadie parece interesado en concluir que la respuesta social violenta empieza a ser habitual en la plena democracia española. Se pueden buscar mil excusas y motivos puntuales. Pero el telón de fondo es una sociedad que avanza hacia una desigualdad cada vez mayor y que se ensaña especialmente con los jóvenes.

Y claro, muchos chavales ya no se tragan cuentos chinos de esfuerzo y superación porque saben que las cartas que les han repartido están marcadas. Y que su jugada sólo les alcanza, en el mejor de los casos, para un empleo precario que les condena a ser pobres de por vida.

Cuando la gente tiene ya muy poco que perder, se lanza a darle fuego al chaparral. A la vista está que el descontento prende en el primer mundo y las revueltas son una tendencia global. En Estados Unidos, en Europa, en España y en tu barrio.

Hasta el FMI, que le ve las orejas al lobo, ha pronosticado en su último informe que se avecina una oleada global de estallidos sociales tras la pandemia. Podemos seguir fijándonos en el último contenedor quemado. Pero allá arriba, lejos de las llamas y ajena al caos, refulge la luna en todo su esplendor.