a memoria edulcora, distorsiona, aniquila o adormece los hechos más lejanos. Se ha construído mucha poesía sobre los recuerdos y muchas almas se sostienen artificialmente sobre esa capa de hielo frágil que constituye un pasado embellecido. Ahora que el Deportivo Alavés cumple un siglo de existencia, en la cabeza de Horacio se amontonan imágenes de un tiempo pretérito en que compartía con su padre tardes de domingo en Mendizorroza.

Y no tiene la certeza de que aquello ocurriera tal y como le evoca ese caballito de mar que almacena en su cerebro y que los científicos bautizaron como hipocampo.

Son instantáneas de bullicio y olor a puro, de barro y bocadillos en papel Albal, de una general en pie con sudores compartidos, almohadillas y petacas de coñac, de derrotas resignadas y victorias agónicas, de carruseles radiofónicos y marcadores manuales, de vuelta a casa por la Senda con espíritu de domingo depresivo. La megafonía acatarrada vociferaba un himno de perdedores donde la nostalgia lloraba el pasado -...recordando la gloria de aquel gran...- Llegaban oriundos desde América con aspecto de hippies de la marginalidad que ascendían a los altares y caían en los infiernos por una rampa deslizante.

Horacio se congratula ahora observando de reojo cuando los albiazules sacan adelante un partido y se codean con los transatlánticos del negocio futbolístico, pero no siente la pasión de antaño. Sus gafas de cerca le trasladan la imagen de unos veinteañeros millonarios que salen de Ibaia en sus audis, adorados por proletarios enrolados en Ertes, estudiantes que viven con sus padres y trabajadores que no llegan a fin de mes.

Y además, Mendizorroza es hoy un panteón sin ánimas, un santuario vacío donde los deportistas escuchan su propio ritmo cardiaco, y donde los recuerdos vuelven a surgir potentes otra vez.