eguimos a vueltas con las anginas. Como en el culebrón en el que ya sabes lo que va a pasar, se ve que al estreptococo no le bastó con un pequeñuelo y decidió contagiar al hermano. De nuevo visitamos a nuestro maravilloso pediatra, de nuevo nos dejamos explorar por el astronauta, de nuevo el bastoncillo dio positivo en la prueba de las anginas y de nuevo respiramos aliviadas al poder dar esquinazo a la PCR, mientras decenas de peques tenían que pasar el mal trago en las salas contiguas. El diagnóstico era claro y el tratamiento también, adquirimos nuestro antibiótico y unos caramelitos de mandarina sin azúcar y volvimos a casa a descansar. Hasta ahí todo bien. Y, ahora sí, como en una buena novela, nada presagiaba la batalla que se avecinaba. El primer mellizo con anginas se tomaba su jarabe tan campante y casi había que esconder el frasco para evitar disgustos, tan rico estaba. Pero ¡ay el nuevo paciente...! Hace años tuve una gatita que apenas pesaba kilo y medio y era adorable. Pero cada vez que había que vacunarle en el veterinario hacían falta dos personas para sujetarla. Perdonad el símil pero ¿visualizáis la escena? Bien. Ahora imaginad eso elevado a la enésima potencia. Tras la primera toma, la sentencia fue bien clara: "El jarabe pa fuera, no es exquisito". La segunda toma se saldó con la jeringuilla de la dosis deformada de un mordisco, a lo Walking Dead. La tercera la intentamos disimular en leche, zumo y yogur. Fracaso. Para la cuarta ya habíamos cambiado de jarabe, previa llamada al profesional, por si colaba. Terrible. Tras un último intento, un mordisco en el brazo de aita y otro en la mano de ama (así como un Razzie a la gestión paternal de la situación), claudicamos rezando para que, tal y como dictó nuestro txiki, "estas anginas se van a curar solas". Y que venga alguien a decirme lo mal que lo hemos hecho.