e pequeño, probablemente con la utilidad de imprimirnos supuestas enseñanzas morales en casa y en la escuela, aprendí antiguas fábulas. Una de ellas era la de una tortuga constante y despaciosa que gana la carrera a una rápida liebre, porque ésta, que algo corre al principio, luego se tumba orgullosa de su superioridad. No me la apliqué ni para gestionar la paga de cada domingo, pues mientras yo la gastaba en segundos, mi prudente hermano la administraba de tal modo que la alargaba para comprar algún cromo de ciclistas el martes, que era cuando llegaban. La historia viene a cuenta del culebrón de las vacunas, que por seria que sea, como tantas españolas cosas, al final entre unos y otros la han convertido en una desenfrenada carrera por ver quién más vacunas inyecta. Mientras tanto, el cauteloso Gobierno Vasco decidió guardar una reserva por si la cosa se torcía, poniendo solo la mitad durante los primeros días. Y resulta que el suministro estuvo a punto de torcerse con las nevadas, para luego hacerlo del todo cuando la empresa bajó su provisión, lo que ratificó que unos tendrían vacunas para la segunda dosis y otros no. Sin que nadie nos dijera ni corrigiera a mí o a mi hermano cómo debíamos actuar, al final aprendimos que uno tenía cromos y otro no. En el caso de las vacunas, cuando nos habíamos instruido nosotros solos sobre que la estrategia de que quien prudente las guarda para poder dar segundas dosis sin parar es mejor que la de correr para luego detenerse por falta de provisiones, surgió didáctico el virrey del español gobierno, D. Itxaso "hablarpornocallar", que ni distribuye vacunas ni las inyecta, para apostar por la estrategia de la prisa, escupiendo "no están para ser almacenadas, sino para inyectarse". El disgusto que se llevará Descartes cuando se entere de que hay gente que no piensa pero existe.