enemos la suerte en nuestra casa de hacer poco uso de la Sanidad Pública (y toco madera para que siga siendo así). Sin embargo, cuando toca, toca. Y esta semana nos ha tocado una visita al pediatra, fiebre mediante, con todo lo que eso conlleva en este momento. Todo comenzó de repente, una tarde cualquiera. Así, sin avisar, el termómetro se plantó en 39º, convirtiendo a nuestro pequeño en una pequeña piltrafa. Tras la necesaria consulta telefónica con el profesional (nunca estaremos lo suficientemente agradecidos a nuestro pediatra), no hubo más remedio que acudir al centro de salud para saber si ese dolor de garganta era lo que parecía o tenía enmascarado al puñetero covid. Mi churumbel se negaba en redondo, porque ir al médico, molar, no mola, las cosas como son. Pero allí que tuvo que acudir, compungido y de mi mano, declamando una retahíla de preguntas sobre qué iba a suceder dentro de esa consulta. Más o menos le fui haciendo a la idea de lo que podía ocurrir. Pero lo que yo vi al entrar, desde luego, no tuvo nada que ver con lo que vio ese niño de cuatro años. Porque lo que él no se esperaba es que le fuera a atender un auténtico astronauta como Collins, Armstrong o Aldrin, pero de nombre Javier. Un joven que, tras su buzo, su gorro, sus calzas, su mascarilla y su pantalla y sus dos pares de guantes, uno encima del otro, fue guiando al pequeñuelo con una ternura envidiable sobre lo que hacer y cómo. El bastoncillo en la garganta dolió, vaya que sí, pero no tanto como para olvidar que parecíamos estar en la estación lunar. Eso sí, con gravedad. El botecito de laboratorio confirmó unas anginas, que efectivamente asomaban como dos cocos. Ahora hablamos de Javier, el astronauta, cada vez que se toma el jarabe. Y yo sigo envidiando la suerte que tiene mi hijo por ser capaz de transformar con su fantasía el panorama que tenemos.