acía tiempo que no salía al balcón a hablar con ama y, aunque le vi la cara un poco refunfuñona, se le relajó tras explicarle que con los últimos fríos del calentamiento global me resultaba difícil asomarme al exterior. Entonces nos acordamos que, desde mi adolescencia, gustaba más del frío callejero que de la humedad de casa, lo que me llevó a cantidad de broncas. Que si llegas tarde, que si te han visto fumando, bebiendo o las dos a la vez. Había un continuo control de mis actividades, las cuales, además, nunca pasaban desapercibidas en un pueblo pequeño. Sin Facebook, twitter o Instagram, las gentes de Antzuola eran la red social a la que nada se le escapaba, y cualquier cosa que hicieras terminaba por saberla todo el mundo en cuestión de minutos, incluidos mis aitas, que poco salían a la calle. Entonces procedían a castigarme con encierros en el camarote, cercenando mi libertad y dejando a los cotillas antzuolarras inquietos por no saber durante unas horas de mis andanzas. Mis aitas aquello lo entendían como su deber moral de educarme según unos principios que yo conocía y no compartía, mientras que ahora, basándose en unos códigos morales desconocidos por todos, cualquier empresario dueño de Facebook o twitter-ocasos de la comunicación- deciden qué imbecilidad se puede decir o cuál no. Igual que de adolescente me cabreaba ver coartada mi libertad de hacer el gamberro como mi conciencia me dictaba, también me mosquea, por políticamente incorrecto que parezca, que los dueños de redes sociales silencien a nadie, aunque sea al inmundo Trump. La libertad y la democracia no se combaten encerrando lo que no gusta o incomoda, sino con principios basado en la libertad y la democracia, sin que nadie venga a decir fuera de esos principios quién puede comunicar y quién no. Se lo explico a ama y me mira raro, aunque contenta de que haya vuelto al balcón.