ay gente que no aprende hasta que se le enseña. Así empezaba una conversación que oí el otro día y que no me resisto a compartir. La cosa iba del asalto que de forma tan periódica como sistemática hacen los urbanitas al medio rural de su alrededor. Lo mismo da que sea porque hace buen tiempo que porque hace el peor. La cosa es que, lejos de los habituales del mundo natural, vivan donde vivan, hay fechas en las que acude un tropel de gente que ejerce su derecho, según ellos, a saltarse los derechos de los demás. Es la mentalidad del señorito que acude al cortijo que siempre está en orden de visita porque alguien se encarga de ello todo el año pero con una diferencia: en este caso el cortijo no es suyo, ya tiene dueño. Pero volviendo a la conversación que mencionaba, la cosa se puso interesante cuando uno le dijo al otro lo que tenían que hacer los del campo a modo de ilustración pedagógica, y no tenía pérdida. Teníamos que coger un día los tractores, los todoterrenos y hasta el cuatro latas, y venirnos con familia y animales a la capital a merendar. Coger nuestros trastos, meterlos en la florida, en el prado o en donde sea, soltar los animales y los niños y ponernos a merendar tranquilamente, sentados en el portal o en la entrada del garaje mientras los animales pastan y dejan sus recuerdos y los niños juegan al balón en la puerta de las tiendas. Luego a media tarde, recogemos a voces a la familia y demás bichos y nos volvemos para el campo dejando una huella imborrable de nuestro paso, bueno, y si alguien nos dice algo pues decimos como ellos, que la ciudad es de todos y que tenemos derecho a salir un día de nuestra rutina, dejar que nuestros niños corran y enseñar a nuestras ovejas y a nuestras vacas lo que es la ciudad. Pues no estaría mal, le decía el otro, pero me da que no lo haremos, ¿y eso? Pues porque no somos igual.