de repente, la nieve lo cubre todo. Cuando parecíamos atascados en un eterno paisaje gris ceniza, y en el horizonte sólo se barruntaban nubarrones negros, un inesperado manto blanco nos ha sorprendido con un radical cambio de decorado.

De la noche a la mañana, todo el feísmo dominante ha quedado cubierto y el mundo nos ofrece una actualización de sistema para regalarnos un nuevo comienzo por estrenar. Inmaculado, puro, virginal.

Tras meses acumulando roña, el fenómeno nos ha dejado tan paralizados que no sabemos cómo reaccionar. Unos se han echado al monte para sentir la comunión con la naturaleza. Otros han bajado de casa para ser los primeros en hollar su propia calle y sentir la nieve crujir bajo sus pies. Y hay quien a modo voyeur ha contemplado el espectáculo desde la ventana sujetando un café humeante.

La otra cara de esta catarsis blanca ha sido para quienes han pretendido, de forma voluntaria u obligada, continuar contracorriente con la anormal normalidad. Y se han dado de bruces con este gran muñeco de nieve. Todas nuestras denostadas rutinas truncadas de golpe por una copiosa nevada como antaño. Ha sido una vacuna colectiva de placidez. Como si la madre naturaleza, al ver la deriva nerviosa que tomaban sus criaturas, hubiera dado un golpe sobre la mesa para dejar claro quien manda. Una simple nevada y todos quietos en casa.

Pero la nieve purificadora sólo durará unos días y pronto el oasis blanco se derretirá para que nuestra mente siga enredada en madejas de incertidumbres, miedos y esperanzas.

Seis montañeros han sido rescatados estos días en el Gorbea cuando deambulaban entre la niebla. Son pioneros. Porque así volveremos a estar todos en cuanto se funda el espejismo de la nevada. Desorientados en busca de nuestro destino. Pero hasta entonces, que nieve, que nieve.