l día de Navidad fuimos a comer con mis padres. Sí. Engrosamos la lista de esas familias que han recogido el guante de la libertad de movilidad durante estos días, seguramente muy mal lanzado por nuestras autoridades. Y me disculpen de corazón quienes, sea por lo que sea, deben lidiar con esta pesadilla a diario. Supongo que, de algún modo, fue una falta de respeto hacia ellas. Fuimos con la decisión meditada durante días. Cambiando de opinión varias veces por semana. Cargando con la contradicción de no entender el porqué de esa repentina permisividad con la que está cayendo y, en la misma mochila, con la pesada losa de la tristeza acumulada después de muchos (demasiados) meses sin verles. También fuimos con una PCR negativa, el certificado de movilidad, el libro de familia, el padrón... Como si alguna de esas cosas fueran a librarnos de la posibilidad de tirar por la borda todos los meses de prevención en apenas unas horas. Fuimos con la duda a cuestas. Y fuimos por nosotros, no lo voy a negar. Pero, sobre todo, fuimos por nuestras criaturas. Porque las videollamadas jamás podrán sustituir al cuento en el regazo del aitona, ni a las charlas con la amona mientras se lavan las manos. Porque una pantalla nunca superará al disfrutar desde la ventana del espectáculo del camión de la basura en brazos de la abuela cuando la ciudad aún duerme. O al tren que improvisa en abuelo en un pis pas con una barca de fruta y dos cinturones, aunque al día siguiente no pueda ni moverse por culpa de las agujetas. Fuimos porque el temor, quizá irracional, de que mis hijas se olviden de sus abuelos está tan presente que me quita el sueño. Fuimos porque la vida es tan corta que asusta. Sólo fueron unas horas. Pero allí, sentados a la mesa, a distancia, con mascarilla y con la ventana entornada, el poder del amor se mostró tan real, tan palpable, que valió la pena.