os hechos recientes han reactivado el debate acerca de la presencia de inmigrantes en nuestra sociedad. Por un lado, el asesinato de Samuel Paty, un profesor del área de París, que ha vuelto a agitar socialmente la discusión acerca del islam. Macron ha atacado con dureza el islam radical, lo que muchos musulmanes han interpretado como un ataque contra su religión.

Por otro lado, Canarias experimenta las consecuencias de la masiva llegada de ilegales que cada día desembarcan en sus costas y ha reabierto el debate sobre el control de las fronteras. Las pateras, los cayucos, los muros y las vallas nos remiten a dos cuestiones graves, que necesitan respuestas sociales y jurídicas: el control de la inmigración y el problema de la integración. Entre la ingenuidad o el buenismo de ciertas orientaciones ancladas en el multiculturalismo y la arrogancia de quienes pretenden resolver todo al estilo del viejo Oeste americano, demostrando quién es más fuerte, debe haber una vía intermedia. Una primera tendencia, descartable y que defienden formaciones políticas como Vox, se orienta a elevar muros, diques sociales que se alcen, aparentemente poderosos pero en realidad débiles e ingratos entre mundos y sociedades cada vez más distantes y alejadas de la necesaria convivencia en paz, al tender a exacerbar la xenofobia y el racismo.

Una segunda tendencia se centra en la exigencia de que los extranjeros se olviden de sus raíces y asuman las costumbres, los modos de vida, las inercias en definitiva, de la sociedad que les acoge. Es un discurso falaz y que podría corregirse bajo una premisa de mínimos, que no tiene nada que ver con las ocurrencias de políticos bajo el síndrome del populismo galopante: si el extranjero (y particularmente el musulmán, en el que parece centrarse toda esa demonización interesada) quiere que su religiosidad sea respetada debe aceptar los usos del país de acogida. Y ello supone aceptar que ciertas prácticas como la poligamia, el repudio, la ablación, las formas de discriminación de la mujer o la imposición de matrimonios, entre otras, no son admisibles sencillamente desde una óptica de protección de los derechos fundamentales.

No se trata, por tanto, de defender lo nuestro como algo mejor o superior que lo foráneo. La barrera, la frontera a la aplicación de esas prácticas debe situarse en la exigencia del respeto a la dignidad de la persona, sea de aquí o de fuera. La clave, una vez más, radica en el respeto a la diferencia siempre que ello no distorsione el ejercicio de los derechos fundamentales y siempre que esa práctica sea voluntaria y no impuesta. El segundo debate, el de la integración social de los inmigrantes, es incluso más complejo que el del control: no hay recetas mágicas, y ninguna tiene garantizado su éxito. Basta comprobar que ni el modelo francés, de asimilación (más generoso en conceder la nacionalidad pero que defiende una mayor uniformidad cultural, como se aprecia por ejemplo en la prohibición del velo islámico), ni el modelo inglés, más tolerante con las diferencias y "multicultural", han permitido impedir que el problema se manifieste y altere gravemente la vida ciudadana en ambos estados.

¿Cuál podría ser una vía razonable de solución? Los inmigrantes deben respetar las leyes del estado que les acoge, cumplirlas como ciudadanos: se integran en un estado y en una sociedad, que tiene sus reglas escritas y no escritas. Y los anfitriones debemos cumplir como obligación básica con el respeto a la diferencia. Solo si logramos conciliar ambos extremos (cumplimiento de la ley y de las reglas sociales básicas imperantes y respeto por nuestra parte a la condición de ciudadano civil y social del extranjero) podremos avanzar en la dirección correcta.

Convivir es aceptar, respetar y valorar en positivo la diferencia, sí, pero exige también un recíproco esfuerzo de adecuación a la sociedad en la que vives y que te acoge.