ita, ¿cuándo llegamos?" El interrogante retumba como una bomba de neutrones en el interior del coche a la altura de Elorriaga, cuando aún faltan 5 horas para llegar al típico destino playero de un VTV. Con cara de póker, el interpelado mira a su pequeño inquisidor a través del retrovisor y trata de zafarse como puede de la pregunta trampa.

No se atreve a confesar una verdad que ve imposible de asumir en el universo mental de un niño de 5 años, pero tampoco se plantea mentir a su propio hijo generando la falsa expectativa de que la costa está a la vuelta de la próxima curva. Así que tira por el camino de en medio y se enzarza en un alambicado discurso lleno de vericuetos dialécticos y trampas retóricas que no satisfacen al interlocutor pero tampoco lo llevan a detener el vehículo por la fuerza. La estrategia sólo sirve para ganar tiempo a la espera de que el marrón sea más sencillo de gestionar unos kilómetros más adelante.

Algo parecido a la escena de este coche está ocurriendo en el azaroso viaje colectivo que nos lleva a lo largo de 2020 por la ruta llena de baches de la pandemia. Como en una clase de párvulos, las autoridades intentan moldear la psique colectiva mediante la vieja artimaña del palo y la zanahoria.

Las fuertes multas o desaprobaciones sociales se combinan con la generación de expectativas para no hundir la moral de la tropa, como una posible desescalada navideña o alentadores avances de próximas vacunas. Entre unas y otras, mil contradicciones, renuncios e incoherencias.

Así que todos nos sentimos identificados con el niño del asiento de atrás. No sabemos cuándo vamos a llegar pero estamos confundidos, atados, hartos e indefensos ante la incertidumbre de un viaje a lo desconocido. Y, lo que es peor, con la certeza de que quien está al volante no nos dice la verdad.