stá en juego en quince días la suerte de la legislatura. Mientras se suceden los ecos de la zapatiesta desencadenada por la ideologizada ley Celaá de educación, Pedro Sánchez acaricia el éxito más rotundo que le supondrá mantenerse en el poder durante varios años. Tiene encarrilada la aprobación más endiablada de unos Presupuestos que arrastrará al diván a un Pablo Casado incapaz de remontar el vuelo frente al comprensible desgaste del Gobierno por la pandemia. Por eso, el presidente traga en silencio los desmarques traicioneros de Pablo Iglesias, calma por carta a los suyos negando cualquier pacto con EH Bildu, recupera el espíritu trumpista de las fake news al sentirse incómodo por las críticas, da un tirón de orejas a los barones contestatarios y, sobre todo, permite a la ministra de Hacienda que abra sin cicatería alguna la caja de Pandora.

En la Corte, más triste y encogida que nunca, sigue habiendo un ruido demasiado insoportable, incluso en estos tiempos de desasosiego ciudadano y empresarial. Las discusiones más bronquistas nunca son por una partida presupuestaria ni siquiera ahora que se necesita agónicamente algo de luz al final del túnel. Hasta que ha llegado la Ley de Educación para desatar sin freno todas las pasiones con espectáculos lamentables en los escaños. Hasta entonces, la oposición parecía ensimismada en machacar los diarios de sesiones del Congreso y el Senado hablando del pacto con quienes abjuran de España, del castellano orillado, de las cesiones a presos de ETA, de la dimisión de Illa aunque sin dar alternativas para curar la pandemia o del carrusel de dirigentes de Podemos entre investigados y condenados.

Sánchez está encantado con la bronca porque retrata una división de bloques que siempre persigue en cada una de sus decisiones de calado. Al escuchar estos reiterados lamentos a borbotones desde una oposición siempre aguerrida sabe que ensancha la distancia entre la izquierda y la derecha, uno de sus objetivos personales grabados a fuego como marca propia. Así las cosas, cuando en los albores de su mandato el presidente mete prisa para la acelerada aprobación de una nueva Ley de Educación, lo hace intencionadamente para ahondar en el boquete ideológico de tirios y troyanos, sin reparar en el menoscabo que supone la pírrica aprobación por un solo voto de diferencia, o la sonora irritación de demasiados sectores sociales y, por supuesto, la manifiesta incapacidad de acercarse ni de lejos al consenso.

Nadie podrá negar a este Gobierno de coalición su ilimitada capacidad provocadora ni su proverbial elasticidad para desdecirse sin rubor entre manifiestas puñaladas internas. Bien es cierto que en los últimos días han superado todos los récords del despropósito del desmentido y de las disidencias. Y en el medio siempre aparece un díscolo Pablo Iglesias, entretenido con las piezas de su puzzle político y un discurso todavía mitinero que empieza a irritar a más de la mitad de sus compañeros ministros. A Sánchez todavía no, pero todo llegará una vez que se aprueben los Presupuestos. De momento, ha bastado que el secretario general del PSOE escribiera a sus compañeros afiliados para pinchar el globo del pacto interruptus del vicepresidente con EH Bildu. Es indudable que el miedo escénico provocado por el anuncio de este entendimiento alarmó a los socialistas porque suponía dejar demasiados pelos en la gatera a cambio de cinco votos que no los necesitan y les incomodan la fotografía final para mucho tiempo. Precisamente fue entonces cuando el PNV entendió que era el momento propicio para su desmarque particular, haciéndolo en voz baja y sin primicias de radio porque la izquierda abertzale se quedaba fuera de foco como ya les ocurrió con la pifia de la inexistente derogación de la reforma laboral. La capitalización de la renuncia a la subida del diésel, además de otras conquistas en inversiones, resitúa a los nacionalistas con peso propio en el bloque de la investidura sin esperar a la elección entre Ciudadanos y ERC, aunque el prestidigitador Sánchez acabe encontrando acomodo finalmente para los dos si se lo propone. Iglesias, sin embargo, seguirá enredando para remarcar el sello izquierdista, su obsesión. Ya lo ha hecho mediante la inesperada enmienda contra los desahucios y, a su vez, con las reivindicaciones relativas a los territorios del Sahara y la inmigración en Canarias más propias de un discurso podemita que no como miembro de un gobierno compartido.