e siento en un banco del parque (lo haría en un café, pero el que me gusta frecuentar, como el café de Tom al que cantó Suzanne Vega, sigue cerrado). A pocos metros, en otro banco, una madre acuna a su churumbel, mientras le acaricia los pinrelillos con dulzura.Cruza una pareja mayor. Se ve que ella le tiene camelado. Deben de estar buscando un garito en el que esconderse. Yo miro para el otro lado cuando ellos se besan, y finjo que no les veo. Abro el periódico. Hay una historia sobre un actor desconocido que la ha palmado mientras bebía.Unos obreros en un andamio curran a destajo. Hace biruji y se acerca una tormenta. Pero no se achantan. En otro banco, un grupo de jóvenes charla animosamente. Me divierte su vocabulario. Parece que acaban de salir de un examen chungo, y uno de los chavales va a catear. Ha intentado hacer el paripé fingiendo que le dolía la chola. Los demás le dicen que es un gili, un pirado, un chalado; y el menda se ríe a carcajadas. Yo también sonrío. Me doy cuenta de la cantidad de palabras payas y caló que se mezclan en nuestras conversaciones, como en los diálogos de la película La última primavera de Isabel Lamberti, que deberíamos ver todo el mundo. Me doy cuenta de que, sin las palabras de raíz gitana, nuestro lenguaje culto y el coloquial estarían incompletos. De hecho este lunes que viene, que celebraremos el Día del Pueblo Gitano Vasco, las pondremos en negrita para recordar la aportación de la cultura gitana a la vida diaria (se celebra que hace 16 años se aprobó el primer Plan de Participación Social del Pueblo Gitano en el País Vasco). Y el reconocimiento no se quedará ahí. Pasará ese día y seguiremos sobando en el sofá, apoquinando las facturas y queriendo que nos den coba. Porque hay palabras que se las lleva el viento; pero hay otras que afortunadamente se quedan. Y eso mola.