enemos en nuestro hogar un acontecido que se repite noche tras noche. Resulta que mis churumbeles, llegada una hora de la madrugada que no tengo bien identificada por razones obvias (que estoy profundamente dormida, vaya) recalan en nuestra cama. En su defensa he de decir que tienen la dinámica bien trillada. Primero llega uno, que se sube en la oscuridad por el borde como una oruguilla y va arrastrándose hasta el hueco que queda entre mi esposo y una servidora. Para taparse con el edredón tiene el detalle de tumbarse cuan largo es (de momento, y afortunadamente para la anécdota que nos ocupa, poco), encoger las piernas hasta encontrar el borde con los pies e introducirse sigilosamente hasta quedar bien tapadito. Un rato después, llega la otra unidad quien, sabiendo que su hermano tiene querencia por el hueco mencionado, se sube por el otro lado de la cama y, esta vez sí, aparta la manta para acurrucarse a mi lado. Dormir juntos nos gusta pero hay que reconocer que cómodo, lo que se dice cómodo no es. Interrogados por sus visitas, me han desvelado los motivos. Al parecer, "los monstruos, los malos, los fantasmas y un vampiro (el del cuento que unta la mantequilla en una tostada)" tienen la llave de nuestra casa y entran con nocturnidad y alevosía. Añado que quizá lo hagan porque no tienen dónde reunirse, ahora que tenemos toque de queda. El caso es que no vienen a asustarles, porque resulta que son amigos. El problema está en que, según ellos, no se les ocurre mejor cosa que meterse en sus camas. "Y claro ama... ¡es que no nos dejan sitio para dormir!". Ante este relato, yo no puedo más que darles la razón. Y también alabo su imaginación para adornar el miedo o las ganas de calor humano durante la noche, que oscura es un rato. Eso sí, estos visitantes tienen a bien marcharse antes de que nos levantemos. Y sin hacer ruido.