os gasteiztarras acabamos de descubrir que desde hace años nos tenían engañados los chicos del Norte. Ese halo de tristeza bajonera que nos envolvía cada vez que atravesábamos los Pirineos, y que parecía estar justificado por una idiosincrasia vinculada con el clima, las costumbres ancestrales, la bonanza económica o mandangas similares, tenía otra raíz. Horacio ha descubierto ahora que los europeos septentrionales llevan padeciendo desde hace siglos un virus secreto, incoloro, inodoro e insípido, que les empuja a llevar una existencia puritana, individualista y aséptica muy alejada de su verdadera identidad.

Así se explica por fin cómo alemanes, ingleses o noruegos se desmadran de esa manera cuando aterrizan junto a las cálidas aguas del Mediterráneo, donde se entremezclan en las calles con sus congéneres, vulneran todos los horarios, se saltan cualquier control social, bebiendo en rebaño hasta el amanecer. Ellos son así, pero el virus que les aqueja por generaciones les ha constreñido a una vida triste y gris de toques de queda y restricciones a la reunión más allá de la burbuja familiar.

Todo este razonamiento de Horacio llega cuando contempla la Gasteiz que queda después de las medidas establecidas por nuestros gobiernos favoritos. La fotografía de sus calles, de sus locales, comercios y de sus casas, en estas fechas otoñales, es la imagen de una entrañable ciudad europea al uso. Uno piensa que un gabacho de Toulouse, un teutón de Renania Westfalia o un vikingo de Bergen no se han enterado aún de la llegada del coronavirus a sus vidas, más allá de alguna mascarilla que otra.

Por fin somos europeos. Horacio ha decidido ya cocinar con mantequilla en vez de aceite, cenar a las siete de la tarde, denunciar a sus vecinos si sacan la basura a deshoras o hacen ruido sospechoso, y agarrarse unas mangas generosas en casa gracias a una nevera bien aprovisionada.