arrer bajo la alfombra tiene muchas ventajas. Es cómodo y la porquería desaparece rápidamente de la vista. Pero tiene un problema. Es insostenible a largo plazo. Porque el bulto va creciendo hasta que al final revienta las costuras y aflora la mierda. Es lo que ocurrió en Zaldibar, cuando el trágico colapso del vertedero sacó a la luz el secreto inconfesable que ninguno queríamos ver: la gigantesca cantidad de residuos que genera nuestro modo de vida. Pero no hemos aprendido nada. 18.000 toneladas destinadas al albañal derruido ya han llegado Gardelegi, que acumula 75.000 en lo que va de año. Y las que están por llegar hasta que sea la próxima montaña de basura en desmoronarse. Un modelo monstruoso que nos pone ante el espejo a cada uno de nosotros junto con el reguero de 2.700 kilos de basura que dejamos cada año a nuestro paso. Detrás se proyecta la alargada sombra de ese colosal gólem de detritus que vamos alimentando día a día. Nuestra responsabilidad en esta carrera de autodestrucción es evidente. Por eso está muy bien racionalizar el consumo, reutilizar productos y reciclarlos. Pero no nos engañemos. Con esto sólo no basta para abordar la magnitud del problema. Ahí está también la actividad de la industria, cuya implicación se reduce a menudo a una mera operación de cosmética con la connivencia de la Administración, que también tiene vela en este entierro. Porque, si el transporte público es deficiente, los productos de cercanía son inasequibles y tenemos a mano millones de cacharros desechables baratos, es muy difícil que cumplamos nuestra parte. Está fenomenal que elijamos movernos en bicicleta y comprar brócoli ecológico. Pero si no exigimos también responsabilidad hacia arriba, la masa amorfa de cochambre seguirá aumentando sin parar. Y, cuando despertemos, el gólem todavía estará allí.