espués de sufrir la moción de censura de Vox en al Congreso, de escuchar alguna que otra tertulia radiofónica, de olfatear Facebook y de tomarse un café junto a una mesa de jubilados hiperglucémicos en un bar de Desamparados, Horacio entona un requiem por la persuasión. No está de moda convencer o dejarse convencer con la palabra, con una argumentación solvente, o con una dialéctica hábil. Tal vez no haya estado nunca de moda, pero hoy en día se ha emputecido tanto el término Persuasión que en este erial sólo se vislumbra el engaño como arma de convencimiento.

En primer lugar, para entrar en el juego persuasivo hace falta crear un escenario idóneo: protagonistas con argumentos elaborados, con una capacidad de escucha, y un respeto a los interlocutores. En la teoría aristotélica, se analizaba la habilidad deliberativa desde el prisma de los políticos en su Retórica, en donde se hablaba de estrategias para convencer al pueblo. Siglos más tarde, un tal Nicolás Maquiavelo dio un giro de tuerca con su Príncipe y el uso de la mentira para alcanzar o mantener el poder. Horacio no tiene dudas sobre cual de estos dos fulanos se ha llevado el gato al agua. Nadie escucha a nadie. Pero ni en el Parlamento, ni en los presuntos debates mediáticos, ni en el puesto de la plaza de Abastos donde Jacinta le cuenta sus achaques a Cosme y Cosme le replica con los suyos. Pero el problema es que tampoco hay mucho que escuchar. Esto ha derivado en que las ideologías políticas, los argumentos con contenido, las filosofías vitales, han perdido su cotización en bolsa. Los códigos que funcionan son meros trampantojos huecos, principios de cartón piedra para carpetas adolescentes, papeles de regalo sin contenido y lugares comunes cosméticos que han sustituido a sus antiguos moradores: las ideas. Para Horacio, vivimos en el decorado de un western y nos creemos vaqueros.