e vuelto a recuperar mi línea. Si algún kilo de más había osado instalarse en mis caderas, me lo he quitado de un plumazo. No necesito gimnasios, pilates ni aquaerobic. En nuestra mesa no se sentará ninguna dieta. Atrás quedaron los remordimientos por atacar por sorpresa la tableta de chocolate, por no haberme calzado las zapatillas y haber recorrido a paso ligero los kilómetros de Anillo Verde que rodean los campos de cereal frente a mi casa. Porque hemos sustituido el ritmo caribeño con el que vivíamos semanas atrás por la clase de spinning en la que se ha vuelto a convertir nuestra vida. Y mira que dijimos que esta vez no nos iba a pasar, que nos íbamos a organizar mejor, que... Pero la realidad se impone. Y no hay fórmula alguna que evite la visita del Estrés, un señor muy feo con los pelos crispados como si hubiera metido los dedos en un enchufe, las uñas mordidas y un tic en el ojo parecido al que me ha salido a mí. Llamó hace unos días al timbre y se ha instalado más o menos en el hueco que queda entre nuestra vida de familia relajada y nuestra pila semanal de tareas. Suele quedarse sentado mirándonos mientras volamos con los desayunos y los hamaiketakos, mientras preparamos la ropa para ir al cole, la comida de mañana y la lista de la compra. Y entonces, cuando ya pensamos que se va a quedar ahí quieto, se levanta de un brinco y empieza a perseguirnos por toda la casa, recordándonos todo lo que se nos olvida y que deberíamos hacer, poniéndonos delante de la cara el reloj para que veamos cómo corre el tiempo, metiéndonos prisa, prisa y más prisa. Un auténtico pelmazo. Al menos, este año hemos conseguido llegar a un acuerdo con él para que se vaya por las tardes a donde le venga en gana, a ser posible bien lejos, perderle de vista unas horas y reconciliarnos con nuestra vida rodeados de aire libre. Aunque llueva.