lgo les ha pasado a mis hijos durante el confinamiento y los meses de rareza posterior que ya nos les vale nada de nada. Y cuando digo nada es nada. Con los primeros fríos de la semana pasada bajé ufana la caja de ropa otoño-invernal que aguardaba para envolver de calidez sus cuerpecillos y me quedé planchadísima. Primero porque no cabía duda alguna de que los pantalones les quedan como para ir a pescar quisquillas y las camisetas y los jerséis, tipo manga francesa (a medio antebrazo, para los neófitos). Y segundo, porque yo ya me había hecho ilusiones (muchas) del ahorro en el erario familiar. Inmediatamente, aún sin creérmelo, les llevé a medirles a la regleta de animales que tenemos en el cuarto del fondo. Y sí, efectivamente, estos seis meses perdidos en el calendario han sido ganados por mis churumbeles en unos cuantos centímetros. Superado el disgusto inicial y puesto en marcha el engranaje para rascar del presupuesto familiar una partida inesperada en vestimenta y calzado, recibo milagrosamente la llamada de dos amigas que me ofrecen sendas bolsas llenitas de ropa, de vestir, para la comida con los abuelos, y de revolcarse por el bosque, cuando toca txango en el cole. Porque, al igual que en nuestro hogar, en el suyo, los chiquitines de marzo se han convertido después de este tiempo en mocitos hankaluzeak. Nunca les estaré lo suficientemente agradecida a estas amigas mías. A ellas, porque el préstamo de ropa se ha convertido en una tradición desde que nacieron mis pequeñuelos. Tradición que yo perpetúo preparando a mi vez bolsas de atuendos que tienen mucha vida por delante en la piel de otros peques. Pero también estoy muy agradecida a mis txikis por tener a bien haber venido a este mundo en fecha similar al cumpleaños de los hijos de mis amigas. Porque así la talla de las prendas nos va estupendamente. Que hay que mirarlo todo, oiga.