uando hace la colada se encuentra un calcetín desparejado un día sí y otro no. Y siente como si el orden del mundo se tambaleara. El calcetín se convierte en ese pequeño guisante bajo el colchón de la princesa que, a pesar de ser poca cosa, con el paso del tiempo se siente y acaba doliendo. Cada vez que se queda con uno de esos calcetines solteros en la mano, no sabe muy bien dónde dejarlo: lo mete en un cajón, lo devuelve al cesto de la ropa sucia, lo esconde bajo los demás calcetines con la esperanza de que en aquella oscuridad encuentre pareja por su cuenta… Y se siente mal. Así años y años.

Pero hoy ha ocurrido algo importante. Un calcetín desparejado ha amenazado otra vez su equilibrio, pero, en esta ocasión, sin tiempo para pensarlo, ha cogido el calcetín y lo ha tirado a la basura. Y en ese momento, además de sorprenderse por su acción, ha sentido un placer desconocido. Ha sido como quitarse una pesada mochila de la espalda. Y se ha reído. Años y años de malestar cada vez que se encontraba un calcetín solo, y mira, lo fácil que era: bastaba con tirarlo a la basura. Fin.

Y así con tantas cosas. Su hija le ha preguntado si puede quedarse a dormir en casa de una amiga y le ha respondido que sí a la primera, que vaya, que se lo pasen bien. Se le ha quedado mirando unos segundos para comprobar que no es una broma, que su madre, la que siempre le persigue con el rosario de “ten cuidado-no vengas tarde-ni se te ocurra-ni por favor ni porfavora”, de repente, le ha dicho que sí y le ha sonreído. Lo que no sabe su hija es que esa sonrisa responde al alivio que siente tras tantos años de preocupaciones por su hija, de noches sin dormir esperando a que llegue… No sabe que esa sonrisa no significa “pásatelo bien”, sino “allá cuidaos”.

Y al oír el sonido de la puerta cuando se ha marchado su hija, ha pensado en lo equivocada que ha estado hasta ahora, siempre intentando controlar el mundo que le rodea, retenerlo, cuando muchas veces solo hay una manera de retener lo que realmente necesitamos: dejándolo marchar.