a desescalada me cuesta, no la entiendo. Todo es raro a nuestro alrededor y lo que hace bien poco estaba prohibido y era peligroso ahora parece permisible e inofensivo. Se me olvida la mascarilla, no me acuerdo de llevar gel y cuando veo a alguien conocido tengo que guardar la distancia. Será cuestión de tiempo, así que uno de mis lugares favoritos para este momentazo sigue siendo el pueblo. Allí es donde hemos empezado los reencuentros, donde respiramos el olor de la lluvia, del trigo doradito y de la melisa que nos saluda frondosa a la puerta de casa. Y allí es donde pasaremos el verano. En ese lugar pequeño, perdido y acogedor, donde no llega la telefonía ni tampoco Internet, donde no hay horarios y donde las charlas siempre se quedan cortas. Teníamos que haberte elegido cuando todo esto comenzó pero el trabajo se impuso y la necesidad de cobertura también. Sin embargo, lejos de guardarnos rencor, nos saludas cada fin de semana, incluso más contento y exuberante. Nos esperas con tus sonidos, a veces tan fantásticos como el de tu coral de pájaros y otras, tan monótonos como el de las incansables segadoras. Tan frescos como el de la cascada del molino y tan imponentes como el del motor de los tractores. Ya verás cuánto han cambiado nuestras criaturas, verás hasta dónde son capaces de trepar y lo rápido que bajan la cuesta de casa con sus bicis. Te regalaremos celebraciones y paseos, unas persianas nuevas y los tomates que han crecido en la terraza mientras estábamos en la ciudad. Sé que entenderás que te compartamos con las visitas a los abuelos (¡por fin!). Pero cuando esté contigo caminaré al amanecer por tus colinas, tus pistas, por tus caminos secretos, y te contaré cuánto te hemos echado de menos, cuánto te hemos imaginado. Y, aunque no puedo prometértelo, espero que nunca volvamos a estar separados tanto tiempo.