e vuelvo loca con la desescalada. Lo sé, no soy nada original. Quien más quien menos, estará con un nahaste-borraste en la cabeza de tomo y lomo. Entre lo complicado del tema y los cambios que ha impuesto nuestro querido y respetado lehendakari para aceptar la última prórroga del estado de alarma que propuso Sánchez (y, sobre todo, para poder celebrar sus deseadas elecciones en julio) salgo de casa en un sinvivir, temerosa de meter la pata sin saberlo. Porque este batiburrillo nos ofrece situaciones de lo más pintorescas y paradójicas. Voy a por el pan y me encuentro la terraza de la degustación a rebosar de ciudadanos ansiosos por el cafelito al aire libre, de cuatro en cuatro, con las mascarillas colgando del cuello. A lo loco. Miro por la ventana y veo la riada de gente que ha desempolvado el quechua y va a tope con su deporte mañanero o vespertino, convirtiendo el paseo en la Quinta Avenida un septiembre cualquiera. Tengo la terraza a rebosar de tomateras esperando su oportunidad en tierra firme, plantación que, en teoría, podría hacer en la huerta porque la fase 1 lo permite pero que, en la práctica, no puedo hacer porque esa huerta está en mi pueblo, una segunda residencia que por virguerías históricas encima pertenece a otro municipio. Y eso de viajar a otro municipio es un no rotundo en Euskadi. Para mí que Urkullu tuvo una pesadilla con los vizcaínos y guipuzcoanos yendo en romería a la playa mientras Fernando Simón le tiraba de las orejas por insensato y decidió que las escapadas, para otra fase. Y en mis momentos de bajón, me pregunto cuándo podré ver a mis padres sin temor al contagio, padres con quien, sin embargo, podría dejar a mis hijos si tuviera que trabajar. Entre tanto, los txikis siguen con un paseo restringido a una hora diaria porque sobre sus pequeños hombros recae la amenaza del fin de la raza humana. Tócatelos.