uando todo esto acabe y se vaya el bichito” es la frase que más repiten mis hijos todos los días. No sé si lo estamos haciendo bien o mal, si les hemos contado mucho o demasiado poco, si entienden todo lo que les decimos o sólo una parte pero lo cierto es que ellos, a su manera, se han hecho su propia composición de lugar y conviven con ella como si fuese una rutina más. Han convivido con el encierro, conviven con la hora de paseo, conviven con el no acercarse a sus amigas, conviven con el no tocar nada cuando salimos de casa hasta que llegamos al anillo verde y las flores y los palos relajan las restricciones, conviven con el lavarse las manos muchas veces al día (con lo que nos costaba que se las lavasen una...), conviven sin abuelos y sin tíos, conviven con su pequeño universo donde, si todo está en orden y nosotros cerca, la vida es muy llevadera. Y conviven con una lista que escribimos nosotros y en la que estamos apuntando todas las cosas que vamos a hacer “cuando todo esto acabe y se vaya el bichito”. A saber y sin un orden establecido: ir al centro a comer un helado de dos bolas; ir al pueblo para vivir en pelotas, poner la huerta y dejar espacio a todos esos tomates que hemos plantado en la terraza; ir a Pamplona a dormir con los abuelos y comprar dos vergas para estar preparados cuando se acerquen Caravinagre u Ojobiriqui (porque algún día volverán); ir a Las Landas y bañarnos en esa playa que tanto nos gusta; tirarnos por los toboganes cuanto queramos; ir a Salburura con aita para saludar a los patos y (con suerte y si llegamos a tiempo) ver somormujos, fochas y gallinetas con sus pollitos; hacer una comida de esas que nos encantan, con mucha gente y música, sin horarios y, sobre todo, con muchos abrazos y más besos... Llevamos casi dos páginas de planes y todavía estamos en la fase 0. Verano, ven pronto. Coronavirus, vete ya.