uánto estamos oyendo estos días aquello de que ya falta menos para salir de casa y poder abrazarnos, besarnos, reunirnos con nuestros amigos y amigas tomando algo en un bar... No sé si es por mi tendencia a ver siempre la trastienda o el lado de sombra de las cosas (acrecentado ante esta excepcional situación provocada por el virus), pero estos días he pensado en toda esa gente a la que no le queda menos para abrazar o besar a nadie, simplemente porque no tiene a quien abrazar ni besar.

Hay mucha gente sola, sin círculo de amistades, sin demasiado contacto social, más allá de una relación correcta con sus compañeras y compañeros de trabajo o del saludo cordial al vecindario en el ascensor. La soledad que ha experimentado estos días mucha gente en sus casas la experimentan muchas personas no ya en sus casas sino también fuera de ellas sin necesidad de que llegue ningún virus. Y cuando escucho los anuncios o las noticias que nos hablan de los abrazos y los besos que llegarán, como algo seguro y generalizado, pienso que habitualmente hablamos de las personas como si todas fuésemos iguales o tuviésemos las mismas experiencias, lo que trae consigo que las personas que se salen de ese modelo considerado normal se sientan extrañas e incluso culpables de lo que les pasa.

Esta situación provocada por el virus ha desnudado a la sociedad en general, pero también a cada persona en particular. En estos días estamos viendo, por ejemplo, cuál es nuestro círculo básico de relaciones, el real, y a qué personas echamos más de menos, qué peso tienen unas y otros en nuestras vidas. Está siendo revelador como cuando pasamos los contactos de una agenda a otra y decidimos qué números pasan y cuáles no. La pandemia está dejando a la vista muchas carencias de la sociedad en general, pero también nos está dejando ver más claro que nunca las carencias de cada una y cada uno de nosotros. Nuestras debilidades. Nuestras otras enfermedades.