Recuerdo que cuando mi hija y mi hijo eran muy pequeños y en verano íbamos a la playa y metía, como había hecho siempre antes de ser madre, un libro en la bolsa, me decía a mí misma: Ay, ilusa, ¿de verdad crees que vas a poder leer algo? Sabía perfectamente que, a pesar de llevar el libro junto con la toalla, la crema de protección, los bañadores de recambio, el termo de puré y todo lo que se lleva en esos enormes bolsos que se cuelgan del carrito del bebé, no iba a poder leer ni una línea. Bastante tenía (teníamos) con vigilar que una no se perdiera, el otro no se ahogara, que ningunos de los dos se quemara con el sol…. No era fácil ponerse a leer, ni siquiera tumbarse un rato, porque había que hacer agujeros y murallas de la arena, recoger los cubos, las pala, el rastrillo, poner a secar los bañadores mojados sobre la sombrilla… en fin, ese “todo incluido” en el festival de diversión que es ir con criaturas a la playa. Pero, a pesar de ello, siempre metía el libro que estaba leyendo, guardaba siempre una mínima esperanza.  

Hay cosas que sabemos imposibles, pero, sin embargo, las seguimos intentando. Es como cuando llegas a un hotel y pones tu cepillo de dientes en el vaso de plástico que encuentras sobre el lavabo. Sabes perfectamente que se va a caer, que el peso del cepillo es mayor que el del vaso, pero, aun así, haces como si no lo supieras y hasta te sorprendes cuando se cae. O como cuando, antes de salir de vacaciones, metes las zapatillas de deporte en la maleta, diciéndote que sí, que estas vacaciones vas a salir todas las mañanas a correr.  

Hacemos muchas cosas sabiendo que no van a funcionar, que no van a ocurrir, quizá por un instinto de supervivencia. Supongo que esa actitud es la que nos permite seguir adelante día a día, porque necesitamos proyectar esa ilusión, esa esperanza de conseguir algo a pesar de que sea difícil. A veces la ingenuidad es una buena gasolina para poder seguir. De ahí quizá aquel dicho de inuzente-potente…