Karen Stenner, que es una politóloga australiana especializada en el comportamiento, y que empezó a estudiar rasgos de la personalidad hace dos décadas, argumenta que un tercio de la población en cualquier país tiene lo que ella califica como una predisposición autoritaria. Esa predisposición, favorable a eso que llaman ley y orden, puede estar presente sin manifestarse necesariamente. Ojo: la definición del autoritarismo de Stenner no es política y no es lo mismo que el conservadurismo. El autoritarismo resulta atrayente, sin más, a aquellas personas que no toleran la complejidad: no hay absolutamente nada intrínsecamente “de izquierdas” o “de derechas” en este instinto. Es anti pluralista. Sospecha de personas con ideas distintas. Es alérgica al debate. Es un marco mental, no un conjunto de ideas. Más recientemente, Suthan Krishnarajan, Profesor de Ciencia Política de la Universidad de Aarhus en Dinamarca, argumentaba que la democracia a menudo hace que la ciudadanía se tenga que enfrentar a un dilema: verse obligada a defender la democracia perdiendo opciones políticas por estar en minoría, o aceptar un comportamiento antidemocrático y obtener ganancias políticas. Desgraciadamente la ciudadanía tiende a elegir esto último, y lo hace a sabiendas. Cuando un político aplica medidas indeseadas sin violar normas democráticas, la gente busca formas de percibir tal comportamiento como no democrático. Y cuando un político actúa de forma no democrática para promover medidas deseadas, esa misma ciudadanía pergeña argumentos para considerar dichas medidas como democráticas.

La combinación de ambas cosas es todo un cóctel de peligro para la democracia. Llevamos tiempo viendo crecer estas actitudes aquí. Pero sí que hay una alternativa. Consiste en quitarse las gafas emotivas con las que vemos el mundo y remplazarlas por gafas con cristales de racionalidad.

Pero mucho me temo que no parece que estemos a por esa labor.

@Krakenberger