n los últimos meses ha habido una serie de declaraciones y resoluciones de responsables políticos e institucionales, en el ámbito nacional y en el europeo, en relación con asuntos tan relevantes como el maltrato animal, la energía nuclear o los efectos del consumo de alcohol sobre nuestra salud, que han sacudido a la opinión pública y que han generado un debate todavía abierto.

El primero de estos casos empezó con unas palabras del ministro Alberto Garzón, quien cuestionó con conocimiento de causa el sistema de explotación animal que suponen las llamadas macrogranjas. Por aquellos días de finales de 2021, esa verdad pronunciada en voz alta por un miembro del gobierno, es decir, el hecho demostrado y ya denunciado muchas veces de que esos complejos industriales son una especie de campo de concentración para los animales encerrados en ellos, desencadenó un conjunto de reacciones altisonantes en el sector ganadero. En lugar de aceptar lo evidente, lo ya probado a escala mundial a través de cientos de estudios y reportajes, los miembros de ese colectivo intentaron desviar la atención de lo esencial, del asunto de fondo, acusando al ministro de deslealtad, de perjudicar a la economía española.

Claro, la crítica a esas explotaciones, el cuestionamiento de ese modelo industrial como algo anacrónico y en total disonancia con las nuevas sensibilidades, con una visión ecológica y sostenible de todo lo que nos rodea, constituye un ataque directo a aquéllas, pone en peligro su viabilidad futura, y, por tanto, amenaza el negocio de quienes durante décadas han vivido de él. Y si la respuesta de esos individuos ha estado tan cargada de agresividad, ha sido tan airada, es precisamente porque lo que pone en riesgo su medio de vida es el cambio de paradigma, es un nuevo indicio de nuestro progreso como sociedad, es una evolución natural que ellos mismos saben inevitable. En definitiva, ese colectivo grita de ese modo tan estridente como un intento desesperado de acallar la verdad.

Por supuesto que cabe una actitud distinta. Incluso los afectados por lo que viene, por el signo de los tiempos, pueden actuar de una forma inteligente. Sabiendo hacia dónde vamos, esos profesionales podrían ir reconvirtiendo su actividad. Y es que, como señala la etóloga Jane Goodall en una entrevista sobre este mismo tema, no podemos desmantelar el sistema de ganadería industrial de la noche a la mañana, pero sí podemos ir introduciendo una serie de mejoras en todo ese proceso, de manera que nuestro trato hacia las vacas, los caballos, los cerdos, las ovejas, las cabras, los pollos, etc., sea mucho más cuidadoso, respetuoso y humano de lo que es ahora. Así lo cree también la ingeniera agrícola Jocelyne Porcher, quien ha puesto en marcha un proyecto por el cual se llevan mataderos portátiles a las granjas con el fin de evitar el doloroso traslado de los animales. Más allá de eso, también podemos ir reduciendo poco a poco nuestra dependencia de la carne y otros productos extraídos de aquéllos, incorporar un tipo de alimentación que no requiera el sometimiento, maltrato y eliminación masiva de todos esos seres vivos.

Pero hay otros ejemplos de rechazo de la verdad, más ejemplos de hasta qué punto la ocultamos o la expulsamos cuando nos resulta incómoda, inoportuna o escandalosa. En fechas recientes, la Unión Europea ha emitido una resolución por la cual se considera “verde” la energía nuclear. He ahí otra muestra de lo mismo. En este caso, es el lobby del sector, muy poderoso en Francia pero también en España, quien ha logrado esa declaración oficial. Eso no sólo permite a los países comunitarios seguir explotando la energía atómica, sino seguramente obtener nuevas ayudas y subvenciones para poder generarla en sus reactores, en detrimento, además, de las modalidades renovables.

La pregunta aquí vuelve a repetirse. ¿Qué necesidad hay de callar lo obvio, lo ya sabido, lo ya demostrado? ¿Por qué seguir engañándose con la supuesta inocuidad de las centrales nucleares, de la radiación que escapa de ellas con cada catástrofe periódica, cuando todos conocemos lo que ocurrió en Fukushima en 2011, en Chernóbil en 1986, en Three Mile Island en 1979? ¿No sería más inteligente, y, naturalmente, mucho más honesto por parte de la Unión Europea llamar a las cosas por su nombre, admitir el riesgo real y establecer un plan encaminado a alejarse de él, un programa basado en una transición progresiva en materia de fuentes energéticas? Pues bien. En lugar de eso, igual que si fuésemos niños en un aula de parvulario, en una clase dedicada a colorear objetos, alguien pinta de verde delante de nosotros un bidón de residuos radiactivos y nos intenta persuadir de que su contenido es tan inofensivo como una flor.

No, la cosa no termina ahí. Algo similar acaba de suceder en el Parlamento Europeo, otro ejemplo de negación de la realidad. Y es que ese organismo comunitario aprobó el pasado 16 de febrero un conjunto de enmiendas a un informe interno sobre la lucha contra el cáncer, un compendio de correcciones y matizaciones según las cuales no es cualquier consumo de alcohol, sino su consumo “nocivo” el que constituye un riesgo de desarrollar la enfermedad. De ese modo, a partir de ahora, y por resolución oficial de la UE, beber vino de manera moderada no va a conllevar ese peligro.

Y así como en el caso de la energía nuclear “verde” existe el lobby correspondiente, otro tanto tenemos aquí, pues han sido sobre todo los políticos españoles, franceses e italianos, defendiendo los intereses económicos de las empresas productoras, quienes han presionado para conseguir esa resolución.

Ah, lo aburrido es que la pregunta vuelve a plantearse en nuestra cabeza en términos parecidos a los de antes. ¿Para qué mentir? ¿Qué necesidad había de faltar a la verdad? ¿Por qué insisten en tratarnos como a menores haciéndonos creer que el alcohol contenido en el vino es distinto al de otras bebidas, si estamos hablando de la misma sustancia? ¿No es más audaz y a la vez más valiente aceptar la verdad científica, comunicarla sin ambages igual que se ha hecho con el tabaco, y dejar entonces que seamos nosotros, los adultos que consumimos alcohol, quienes decidamos cuándo, dónde, cuánto, cómo y en qué circunstancias queremos seguir haciéndolo?

Sí, lo más triste es que en todos estos casos hay algo que se olvida, cuya importancia se subestima. Y es que, si bien para ciertas personas callar la verdad en el ámbito que sea es una estrategia que les permite ganar tiempo, que les garantiza seguir obteniendo beneficios económicos, para muchas otras asumirla, compartirla y proclamarla es un estímulo para mejorar, para innovar, para progresar. Es un aliciente que nos espolea en la búsqueda de soluciones a los problemas, en la exploración de nuevos terrenos, en el análisis de situaciones, en la indagación de enigmas, en la resolución de conflictos, en el emprendimiento de caminos por los que no hemos andado nunca. Las consecuencias de lo contrario, del silenciamiento o de la distorsión de la verdad, ya las hemos experimentado en el pasado, estamos viviéndolas estos años de pandemia y, si reincidimos en el mismo error, volveremos a sufrirlas en el futuro. * Escritor