ucho se habla tras cada ola pandémica del miedo que nos ha inoculado esta situación, que hace poco tan solo la veíamos en películas y libros futuristas y apocalípticos. Es un miedo a contagiarte y caer, ser uno, una, de los de la fatídica lista diaria de ingresados en UCI o lo que es peor, engrosar la lista de fallecidas. También es un miedo a contagiar a tus seres queridos, al padre, la madre o la persona cercana delicada. Es muy duro pensar que por tu culpa se vaya a contagiar y las consecuencias de ese contagio sea el fallecimiento. Te reprimes el salir, el tener contacto social, ya pasará te dices, esto remite lo anuncian... pero va más lento de lo que nos habíamos imaginado. Ya va por dos años largos, larguísimos, eternos años.
Uno, una, se acostumbra a no quedar, a no salir, a hacer y organizar tu vida entre la salida obligatoria, el refugio del hogar y el paseo solitario. De vez en cuando rompes tu estricta norma de autoprotección y te juntas con la familia más cercana, con algún amigo o amiga, pero sin excesivas confianzas, que corra bien el aire por si acaso. Y ese por si acaso nos separa, nos aísla y nos devuelve cada vez con más ganas al espacio protector, al según la definición de la RAE, “recogimiento en la intimidad de uno mismo, desentendido del mundo exterior”, es decir, al ensimismamiento.
Conforme pasa el tiempo ese ensimismarse, ese recogerse, se fue haciendo cada vez más fácil, más placentero. Y te das cuenta que si bien al principio de todo esto te preocupabas en llamar a las demás, porque te apetecía y necesitabas oír sus voces, sentirte cerca de ellas al menos a través de la entonación, del calor de la palabra dicha, ahora ya no llamas tanto, ya no te llaman tanto. El whatsapp, que tanto facilita la comunicación, también ha suplantado a las llamadas. Un mensaje corto, unas breves respuestas y ya está, ya con eso el otro, la otra, sabe de ti y tú de él o de ella. Pero este medio también cansa, las mismas fotos, los mismos memes, las mismas palabras... y acabas no contestando, no escribiendo.
Y así, poco a poco, ese placentero recogimiento en la intimidad y protección del hogar, se va convirtiendo en una insoldable sensación de aislamiento, de no tener donde agarrarte, de no tener a quien acudir, porque has cortado amarras con todo tu entorno. Te enfrentas de golpe, porque aunque lo has madurado poco a poco no has sabido verlo venir, con la soledad, con tu soledad. Y lo que parecía el espacio más maravilloso, hecho a tu medida, donde encontrabas la paz, se vuelve tu cárcel, tu jaula de oro. El drama es pensar que con la vida social tan buena que antes llevabas, por no cuidarla, por no mantenerla, por los dichosos miedos que nos han insuflado dosis tras dosis, ahora estas solo, sola. Pero lo más terrible es que si haces intentos por salir a su encuentro, tampoco están, están como tú atrapados en su soledad sin reaccionar.
El ensimismamiento y la soledad son maravillosos cuando las necesitas, cuando las buscas, porque te aportan ese silencio tan reparador en esta sociedad del cansancio, del griterío, del espectáculo y de la distracción. Pero para necesitar silencio, soledad y poder ensimismarnos, antes hemos tenido que sumergirnos en el ruido social, en compañía y desfogarnos con los otros, intercambiar ideas y pareceres, risas, sonrisas, abrazos, besos, bailes, juegos y unas cuantas comidas y bebidas si se tercia. Nos necesitamos los unos de los otros, las unas de las otras, los unos de las otras, las unas de los otros, todos juntos revueltos o por separado. Necesitamos del jolgorio, de la fiesta, de la manifestación, del concierto, del teatro, de la exposición, del recital... En definitiva, de los encuentros para ensimismarnos por placer, como yo lo he hecho escribiendo este texto y tú, leyéndolo.
Si algo nos debería de haber enseñado este tiempo de incertidumbres, de miedos y de recogimiento, es que hay que buscar un equilibrio sano en nuestro modo de vivir, en nuestra relación con la naturaleza y sin temerla, sí respetarla y cuidarla para que no se vuelva contra nosotros de nuevo. Ese equilibrio tiene que partir de una serenidad, de un levantar el pie del acelerador consumista, para emocionarnos con lo cercano, con lo propio, en nuestro entorno social. Como dice José Luis Borges, “buscar la serenidad me parece una ambición más razonable que buscar la felicidad. Y quizás la serenidad sea una forma de felicidad”. * Artista y escritor