ras la Segunda Guerra Mundial, Europa perdió su centralidad política y económica mundial en beneficio de dos colosos, dos auténticas superpotencias: EEUU y la URSS. El nuevo orden de la Guerra Fría se basó en el establecimiento de dos enormes áreas de influencia lideradas por Washington y Moscú, de límites imprecisos y discutidos, y con la reacción de diversos países que no querían aceptar esa división del mundo y optaban por una estrategia alternativa, el movimiento de los no alineados.
Cada potencia impuso la subordinación de sus aliados hasta convertirlos en satélites dentro de un bloque económico y político cerrado. La libertad formal del bloque capitalista entró en contradicción con numerosas intervenciones y apoyo a golpes de Estado cuando estaba en juego la pérdida de influencia en esos países (Chile, Nicaragua, Cuba, Corea, Vietnam).
En el bloque soviético, el interés general de la Revolución, definido en exclusiva desde Moscú, se impuso a los criterios de otros partidos comunistas e incluso por encima de la soberanía de sus Estados, como dejaron claro las intervenciones militares en Alemania oriental (1953), Hungría (1956) o la invasión de Checoslovaquia (1968).
El momento culminante de este proceso se produjo precisamente en este último caso. El Partido Comunista de Checoslovaquia, liderado por Alexander Dubcek, inició una serie de reformas aperturistas para construir un “socialismo humano” y más democrático en su país, con un gran apoyo popular. Este proceso, que despertó un gran interés en todo el bloque soviético, fue percibido por el Kremlin como una amenaza y su reacción fue fulminante.
El 20 de agosto de 1968 el ejército soviético invadió Checoslovaquia y aplastó militarmente la Primavera de Praga, a pesar de las manifestaciones de la ciudadanía. En septiembre se formalizó la nueva Doctrina Brézhnev en un artículo de Pravda, en el que se afirmaba formalmente la soberanía de los Estados y la autonomía de los partidos comunistas, pero sólo en tanto ello no fuese en contra de los intereses definidos por Moscú. A esta práctica ya habitual, pero ahora explicitada, se le denominó “doctrina de la soberanía limitada”, y sirvió para evitar de forma muy efectiva cualquier tipo de reforma en otros países del bloque, y para justificar la invasión de Afganistán en 1978.
Es interesante observar la evolución de la URSS desde su fundación en 1924 hasta 1968, pues en la Constitución inicial se plasmó la idea de Lenin de que las repúblicas eran soberanas e iguales, incluso garantizando el derecho de secesión si así lo deseaban. Aunque es cierto que esto pronto quedó en papel mojado, igual que anteriormente sucedió en el caso de EEUU cuando aplastó militarmente el intento de secesión de varios de sus Estados.
Si se observa con perspectiva se aprecia que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la soberanía de los Estados siempre estuvo condicionada por los intereses de estas grandes potencias. En la actualidad, China comparte estos principios que afirman que la soberanía de los Estados debe estar supeditada al interés de las grandes potencias. Dice respetar la soberanía y la integridad territorial, pero no condena la agresión de Rusia porque dice comprender sus motivos.
El mundo por el que luchan estos gigantes es un sistema internacional en el que EEUU, China y Rusia acuerden entre ellas algunos principios básicos de funcionamiento del sistema internacional, y respeten unas áreas de influencia dentro de las cuales el resto de los Estados deberá acatar las directrices de su potencia respectiva. En este mundo de gigantes sólo tendrían una verdadera soberanía EEUU y China, con Rusia en una posición intermedia a la que quizás podría unirse en un futuro, por su propia dimensión, India. Los demás países sólo podrían aspirar, como mucho, a ser potencias regionales, con un cierto grado de autonomía para perseguir sus propios intereses, pero siempre dentro del marco impuesto por el orden mundial y por su respectiva potencia de referencia.
En el caso de Ucrania, esto se ve con total claridad. Rusia, después de acordarlo con China y de estar segura de que EEUU no intervendría militarmente, ha invadido el país para asegurarse de que no abandonará su esfera de influencia o, al menos, para garantizar que no se escapará hacia el bloque de su rival. Este planteamiento deja bien claro que, para Moscú, el concepto de soberanía de Ucrania es inexistente. Sólo hay una soberanía, definida en términos muy expansivos, que es la rusa. Ucrania queda limitada a ser un peón en una partida de ajedrez entre las grandes potencias. Del mismo modo, no importa lo que quieran hacer con su futuro los países bálticos, Finlandia o Suecia, pues deben plegarse a la visión y los intereses de Rusia. ¿Dónde queda la seguridad de estos países? ¿Quién garantizará su seguridad? ¿Otro protocolo de Budapest? ¿Deben simplemente aceptar que estarán siempre en manos de Moscú?
El interés de EEUU en todo esto es simétrico: defiende la capacidad de decisión de Ucrania, sólo porque le puede permitir ampliar su esfera de influencia, y reducir la de Moscú. Su interés no tiene nada que ver con la soberanía ni el respeto al pueblo ucraniano, sino con debilitar a un rival geopolítico y evitar que renazca de sus cenizas. Y mientras tanto, China observa atentamente cómo sus dos principales rivales geopolíticos, EEUU y Rusia, se debilitan mutuamente.
Rusia sabe que en este nuevo orden internacional China será la potencia hegemónica y que EEUU seguirá teniendo un papel importante, superior al suyo. Pero ha apostado por apoyar a la potencia en ascenso y contribuir a acelerar el declive imperial de EEUU. Confía en que esto le reportará un mayor margen de influencia y de poder en el futuro, al construir una relación especial con China similar a la del Reino Unido con EEUU después de 1945.
¿Y Europa? Europa tiene dos opciones. Luchar y apoyar a Ucrania para evitar consolidar el mundo de esferas de influencia al que las tres grandes potencias quieren abocarnos, o aceptar su papel subordinado por décadas dentro de las esferas de los EEUU y de Rusia. La guerra de Ucrania no es una simple guerra imperialista rusa, aunque también lo sea. Sobre todo, es la primera batalla del nuevo orden mundial. Sólo si Europa se une y construye una Unión capaz de defenderse a sí misma, podrá contribuir a construir un orden mundial en el que los pequeños países y potencias medias tengan un papel digno, y no se limiten a ser marionetas de las grandes potencias como sucedió durante las décadas de la Guerra Fría.
Esto es lo que está en juego. Europa debe elegir entre aceptar el juego de los gigantes, o afirmarse y convertirse en un actor creíble que defienda su visión de otro sistema internacional. En este caso, Europa no estaría sola. Hay muchos países en el mundo que están deseando que alguien dé el primer paso. Hoy en día construir una Europa política significa rechazar la idea de las esferas de influencia y las soberanías expansivas de las potencias, y defender la soberanía de los pueblos y sus decisiones libremente elegidas. En Europa sólo es posible una soberanía europea, y la soberanía de los países miembros quedaría garantizada por su participación en los órganos de las instituciones europeas y, muy importante, por el artículo 50, que permite la salida de quien así lo desee, tal y como han hecho los británicos. Los proyectos políticos nacionales en Europa quedan enmarcados entre la imprescindible soberanía europea y el derecho de salida como garantía democrática, a lo que habría que añadir algún mecanismo para acordar dentro de la Unión el nivel político de los distintos pueblos europeos.
En el mundo del siglo XXI no existe ya la soberanía clásica de los Estados, salvo en Estados-civilización como China o India, pues ésta desapareció en el siglo XX. En el siglo XXI sólo habrá unas cuantas potencias que disfrutarán de una verdadera soberanía, una soberanía metálica (el metal de las monedas, los ordenadores y los misiles). El resto de los cerca de doscientos Estados del mundo tendrán soberanías formales pero siempre limitadas en función de los intereses de los gigantes, simples soberanías de papel. Europa, aunque deberá trabajar muy duro y reforzar mucho su proyecto político, aún está a tiempo de entrar en el primer grupo. Si acepta ahora que Rusia imponga a Ucrania su futuro, estaremos dando por bueno el mismo argumento por el que luego a nosotros nos impedirán elegir el nuestro. * Profesor de Relaciones Internacionales (UPV/EHU)