s bien conocida la frase de Nelson Mandela sobre las cárceles: “Suele decirse que nadie conoce realmente cómo es una nación hasta haber estado en una de sus cárceles. Una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada”.

Menos conocidos son algunos detalles de su estancia en la prisión Robben Island en Sudáfrica, donde Mandela, el preso 46.664, encabezó un movimiento de desobediencia civil que condujo a una mejora notable de las condiciones de vida de las personas presas. En su autobiografía, Long Walk to Freedom, describe algunas de las mejoras que obtuvieron tras su lucha en la alimentación, en el vestido, la lectura o el cese de los trabajos forzados.

El propio Nelson Rolihlahla Mandela, que pasó 27 años en prisión, da nombre a la versión actualizada de las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el tratamiento de los Reclusos, adoptadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 2015 y que constituyen, en la actualidad, los estándares mínimos universalmente reconocidos para la gestión de los centros penitenciarios y el tratamiento de las personas privadas de libertad.

Según datos de las Naciones Unidas, cerca de 11 millones de personas se encuentran en prisión en todo el mundo. Parece una obviedad que las personas privadas de libertad deben ser tratadas con el respeto inherente a su dignidad como seres humanos y que, a excepción exclusivamente de aquellas restricciones legales necesarias en razón de su encarcelación, mantienen sus derechos humanos inalienables y libertades fundamentales.

Sin embargo, la protección de los derechos de las personas presas nunca ha sido una prioridad como tampoco lo ha sido la rehabilitación social de las personas condenadas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 no hace referencia específica a su situación, aunque algunos de los derechos que recoge (la prohibición de tortura, el derecho a un juicio imparcial o la presunción de inocencia) les afectan directamente.

Ya en 1992, en su Observación General Nº 21, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas señalaba que “debe garantizarse el respeto de la dignidad de estas personas en las mismas condiciones aplicables a las personas libres. Las personas privadas de libertad gozan de todos los derechos enunciados, sin perjuicio de las restricciones inevitables en condiciones de reclusión”.

Para cubrir ese vacío, las Reglas Mandela proporcionan directrices claras para proteger los derechos de las personas privadas de libertad, desde quienes permanecen en detención preventiva hasta quienes han recibido ya su condena. Conviene aclarar que el objeto de las 122 reglas Mandela no es describir en forma detallada un sistema penitenciario modelo sino únicamente enunciar los principios y prácticas que, hoy en día, se reconocen como fundamentales para el tratamiento de las personas presas, sus derechos y la administración penitenciaria.

Por razones evidentes, vinculadas a su extendida práctica, la primera de las reglas hace referencia a la dignidad de todas las personas presas y a la prohibición absoluta de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes. Resulta cuando menos sorprendente que en 2015, bien entrado ya el siglo XXI, las Naciones Unidas tengan que reiterar que la prohibición de la tortura es de carácter absoluto, que no puede ser objeto de excepción ninguna, y que “no podrá invocarse ninguna circunstancia como justificación en contrario”.

Cabe destacar también, la importancia concedida por las Reglas Mandela a aspectos como la atención específica a las personas presas más vulnerables, los servicios médicos, que “gozarán de los mismos estándares de atención sanitaria que estén disponibles en la comunidad exterior”, el régimen de disciplina y sanciones, o a que las presas y presos “sean internados en establecimientos penitenciarios cercanos a su hogar o a su lugar de reinserción social”.

Reducir el uso del encarcelamiento, promover medidas no privativas de libertad siempre que sea posible, mejorar las condiciones de reclusión y apoyar programas de rehabilitación y reintegración social para las personas privadas de libertad tras su liberación, son los pilares de la estrategia de Naciones Unidas.

El 21 de septiembre de 1998, ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Mandela declaró: “Sentado en Qunu, mi aldea, y al hacerme viejo, como sus colinas, seguiré abrigando la esperanza de que a nadie se le niegue la libertad, como a nosotros; de que a nadie se le convierta en refugiado, como a nosotros; de que a nadie se le condene a pasar hambre, como a nosotros; de que a nadie se le prive de su dignidad humana, como a nosotros”.

En clave de derechos humanos, para materializar la adelantada visión de Mandela, así como el mensaje de las Reglas que llevan su nombre, se necesita voluntad política, recursos suficientes y un compromiso firme para la aplicación de un modelo actualizado para la gestión penitenciaria en el siglo XXI. Modelo que deberá abordar, además, la situación específica de las mujeres presas que con frecuencia han sufrido abusos y/o violencia de género junto a las que tienen a su cargo menores de edad en situación de especial vulnerabilidad.

Según los datos publicados con motivo de la transferencia de la competencia a Euskadi, 1.365 son las personas privadas de libertad en la Comunidad Autónoma del País Vasco, personas a las que habría que añadir, sin demora, a todas aquellas que están cumpliendo condena alejadas de sus lugares de residencia, con el consiguiente sufrimiento añadido para ellas mismas, sus amistades y familiares.

Los retos existentes desde un enfoque de derechos humanos para otro modelo penal penitenciario más garantista, de mayor eficacia rehabilitadora y preventiva son múltiples. En materia de rehabilitación y reintegración social la Agencia Vasca de Reinserción Aukerak se presenta como una importante oportunidad para avanzar en esa dirección. En el ámbito sanitario la creación en Osakidetza de una estructura organizativa específica, dotada y con formación continua, para la sanidad penitenciaria, es un elemento imprescindible. Por otro lado, la puesta en marcha de un mecanismo de prevención contra la tortura que aborde, entre otros temas, la erradicación de los tratos inhumanos y degradantes en el contexto de enfermedades y privación de libertad sería una idea interesante.

1.365 razones, todas ellas, para una nueva política penitenciaria, sin distinciones, sin políticas penitenciarias de excepción, con la participación de las personas presas y las organizaciones directamente implicadas en el trabajo diario con ellas, y bajo un enfoque de derechos humanos que debe guiar siempre la actuación de la Administración. * Josu Oskoz y Benito Morentín en representación de la Asociación Pro Derechos Humanos ARGITUZ y Nahia Aia en representación de Osabideak