a tensión entre Rusia y Ucrania recuerda algunos momentos de la Guerra Fría que los especialistas describieron como “paz imposible, guerra improbable”. Aquello terminó sin guerra, pero la victoria política y económica del mundo capitalista causó en Rusia una grave herida a la que ahora se le ha caído la postilla. La antes potencia mundial se hizo pedazos y uno de ellos resultó ser Ucrania. Churchill nos enseñó que para tener una buena visión del futuro hay que mirar hacia atrás. Con esa mirada observamos que en Ucrania se encontraba el núcleo fundacional de Rusia entonces llamada larus de Kiev (siglos IX al XIV) y que llegó a ser el estado europeo mayor y más poderoso de la época. Durante los siglos siguientes, Ucrania fue parte del Hetmanato cosaco, se unió con Lituania y posteriormente fue anexionada por el imperio zarista. Después de la I Guerra Mundial, Ucrania consiguió una efímera independencia para ser posteriormente dividida entre Polonia y la Unión Soviética de la que formó parte como república fundadora.

Con la desintegración de la URSS se configuró en 1991 como estado independiente muy a pesar de los poderes políticos rusos que veían y ven a Ucrania como parte de su historia y de su cultura, de su lengua y sobre todo, estado tapón para contener ataques terrestres occidentales tanto más fáciles por cuanto hasta los Urales no hay barreras orográficas entre el oeste y el este europeo. Nada de lo que está ocurriendo en Ucrania se entiende si no tenemos en cuenta su posición geográfica: un corredor que enlaza Europa con Rusia y viceversa, la llamada autopista de la estepa que atravesaban todos los invasores que desde el oriente pretendían la conquista de centro Europa y más acá.

La Rusia de Putin proclama que fue engañada pues Occidente aseguró a su antecesor Gorbachov que Ucrania no sería aceptada como miembro de la Unión Europea ni se integraría en la OTAN. Tal promesa resulta creíble, aunque no exista documento alguno que lo pruebe. Los estados miembros de la OTAN, los EEUU y la Unión Europea (con matices) no reconocen tal compromiso. Con el precedente de la anexión pirata de Crimea por parte de Rusia -sin reconocimiento internacional- y la rebelión armada en el este de Ucrania, el llamado Donbáss de mayoría rusohablante que invoca su autodeterminación -tampoco reconocida internacionalmente- el conflicto lleva escalándose desde hace ocho años con toda la apariencia de convertirse en guerra abierta.

¿Es posible la guerra? Definitivamente sí. Bienintencionados aparte, esos que prefieren no nombrarla como si con el silencio pudieran conjurarla, oímos un creciente redoble de tambores de guerra. Lo cierto es que ninguna guerra es inevitable hasta que estalla. Y la guerra estalla porque hay alguien que pretende conseguir determinados beneficios que seguramente podría también conseguir sin conflicto armado, pero no sabe cómo. Ese es el dilema de Rusia, no sabe cómo neutralizar a Ucrania si no es por medio de una guerra. Cuando el presidente Vladímir Putin y el ministro de relaciones exteriores Serguéi Lavrov acusan a Occidente de sordera por no atender sus peticiones de una Ucrania guetizada, aislada de sus aliados europeos presentes y futuros, lo que en realidad están reclamando para Rusia es un derecho preferencial sobre Ucrania, una posición de tutor. En una confrontación abierta lleva Ucrania todas las de perder: pocas defensas naturales, como hemos dicho; enorme desproporción de medios materiales y humanos; limitada asistencia por parte de los países que se reclaman amigos. Todo parece confirmar lo que Tucídides dijo en su Historia de la Guerra del Peloponeso (Siglo V a.C.): “Los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”.

Así que Ucrania tiene que sufrir. ¿O no? Lewis Carroll, en Alicia a través del espejo (monólogo de la reina roja), ofrecía una salida estratégica para el débil: “Aquí, ya ves, hay que correr todo lo posible para quedarte en el mismo sitio. Si quieres ir a algún sitio, debes correr al menos dos veces más rápido”. Lo que traducido a la actual situación significa que si quiere resistir debe moverse de aquí para allá con orden y sin concierto: maniobras, levas de reservistas, entrenamiento de población civil... lo que Ucrania precisamente está haciendo. Ahora bien, si lo que pretende es recuperar y fortalecer sus fronteras debería correr aún más: presionando ante las Naciones Unidas. Sin embargo, hasta el momento, Rusia está siendo más veloz y cuenta con aliados más confiables como su satélite Bielorrusia y la no tan lejana China. Con esta disposición de las fuerzas sobre el tablero, Ucrania y sus aliados deberían abandonar el engaño y las bravuconadas. Todas las guerras están basadas en el engaño y amenazar para no dar conduce a una mayor prepotencia del adversario. Rusia está dispuesta a la guerra, occidente, hasta el momento, solo a amenazar con la guerra. Esta asimetría nos coloca a los europeos en una posición de debilidad. Así que al acuerdo imposible con Rusia se unirá la guerra improbable contra Rusia. Todos los planes bélicos sin determinación para ponerlos en práctica son teorías, salvo que se trate de una estrategia para paralizar más que matar. Por lo tanto, estamos ante una cuestión de límites: ¿hasta dónde puede Occidente movilizar sus efectivos para paralizar a Rusia sin que esa estrategia acabe en conflicto?

En la civilización occidental se invoca la fantástica victoria de David, el débil, frente al poderoso Goliat. Pero solemos olvidar dos circunstancias que resultaron definitivas: que Dios estaba de parte de David y que el joven pastor no tenía un plan B: o acertaba con su onda o Goliat acababa con su vida y los filisteos esclavizaban a los israelitas.

Así que Dios aparte, igualmente invocado por Biden y Putin -en ese punto concedamos un empate técnico-, la estrategia se reduce a los respectivos planes de cada contendiente. En la situación en la que estamos, sobre el ring, a la espera del toque de la campanilla, no vendría mal recordar las palabras de Mike Tyson, boxeador y campeón de los pesos pesados: “Todo el mundo tiene un plan... hasta que te parten la cara”. ¿Está dispuesto Occidente a dejarse partir la cara por Ucrania?