a muerte del arzobispo anglicano Desmond Tutu es una oportunidad para repensar la grandeza del ser humano; como suena. Y lo digo así porque entiendo dicha grandeza en la medida que logra abrir caminos de paz, de solidaridad, de justicia y de dignidad humana más allá de las convicciones y los intereses particulares, en este caso universales; más allá incluso de que él es un referente en la lucha contra el apartheid en Sudáfrica, galardonado por ello en 1984 con el Premio Nobel de la Paz. Y lo recibió, atención, nueve años antes de que lo ganaran conjuntamente el líder de la lucha antirracista Nelson Mandela, amigo de Tutu, y el presidente sudafricano blanco que acabó con el apartheid, Frederik de Klerk.

Su religiosidad la vivió en torno al compromiso a favor de la justicia estructural, liderando marchas pacíficas contra la segregación racial en Sudáfrica y reclamando sanciones contra el régimen de Pretoria. Su tesón, su honestidad y su fe le auparon, con Mandela ya de presidente, a dirigir la Comisión de la Verdad y la Reconciliación entre los habitantes de un país dividido durante décadas. Eso no le impidió mantener su dignidad criticando con dureza a los gobiernos del partido político de Mandela (ANC) cuando se alejaban de los objetivos de la justicia y la reconciliación de su país. Qué envidia sana pensando en nuestro propio conflicto...

Su aura como defensor de los derechos humanos, al menos fue premiada entre nosotros cuando el Gobierno de Juan José Ibarretxe le otorgó en 2008 el Premio René Cassin de Derechos Humanos.

Desmond Tutu es una de esas personas que pone siempre en el centro la defensa de la dignidad de los seres humanos más vulnerables a través de unas denuncias que siempre -esto es lo importante- vinieron acompañadas por el deseo sincero de conciliación y de perdón. Menos frecuente es denunciar y perdonar; esto es patrimonio de una élite a la que nunca agradeceremos suficiente su ejemplo. Para Tutu, la necesidad de perdón es “una necesidad absoluta para la continuación de la existencia humana”. Ahí es nada, renunciar de corazón a que el ejecutor sea tratado con la misma moneda, porque esa renuncia heroica libera a la víctima.

Su compromiso es un hito mundial en el camino hacia la verdadera concordia que continúa suscitando muchas preguntas. ¿Por qué no cala su ejemplo en la mayor parte de la política española, y vasca? ¿Por qué esa aversión a un relato compartido de memoria histórica liberadora? ¿A qué se debe que admiremos el perdón cuando se produce fuera de nuestras fronteras como parte de la solución, pero somos refractarios cuando nos toca de cerca? ¿Será por ignorancia, por soberbia o por una táctica política torticera?

El mensaje liberador de Tutu pasa por una política de desterrar la palabra “nunca” porque la paz se hace con los enemigos y no con los amigos. Diagnosticado de cáncer de próstata en 1997, Tutu nos deja un mensaje menos conocido de honda humanidad; fue un firme defensor de “los maravillosos cuidados paliativos” como solución universalizada a una muerte asistida digna. Se apaga el faro de este profeta, pero no su luz. * Analista