n la situación actual no siempre aparece con la necesaria claridad el lugar que ocupa la dignidad de la persona en nuestros comportamientos. Vivimos una época de profundas transformaciones. Son transformaciones que afectan a nuestra forma de vivir y relacionarnos cotidianamente, pero también, a nuestros fundamentos vitales. Se podría decir que, este momento, nos exige pensar a fondo por qué vivimos como vivimos, por qué pensamos como pensamos y por qué anhelamos lo que deseamos.

Históricamente, nuestro modo de vida, al menos en Europa, la hemos basado en lo que definimos como dignidad humana que sería la esencia del humanismo que ha guiado a nuestras sociedades. Pero la pregunta es ineludible, ¿está o no está en crisis la dignidad humana y el humanismo mismo en nuestra sociedad?

En términos generales creo que se puede afirmar que, el concepto de dignidad humana o de la persona, al menos en el campo teórico, no ha entrada en crisis. Incluso puede pensarse en un renacimiento del mismo según estudiosos como Margalit que habla de “la sociedad decente” y Peter Bieri, con su “modelo de pensar, vivir y obrar”, así como los mil y un llamamientos a fundar la convivencia en base a esta dignidad; pero es cierto que, sobre todo, las innovaciones tecnológicas han alterado grandemente nuestras formas de trabajar, de consumir, de relacionarnos y de comunicarnos hasta el extremo de replantearnos las bases de nuestro ser y hacer.

El proceso de globalización nos conduce a un mundo nuevo, lleno de luces y de sombras, de ambigüedades y nuevas costumbres. Nuestra sociedad crece en pluralidad, fruto de los flujos migratorios y la precariedad de la vida laboral. Entramos en contacto con personas que tienen convicciones muy distintas, diferentes de las nuestras o de nuestra tradición. Es una ocasión buena para interrogarnos, a fondo, sobre el núcleo de los propios valores así como para aprender de lo genuinamente humano que hay en todas ellas. Se trata de hablar sobre nuestra identidad histórica, social, política y espiritual, en el marco en el que nos movemos, Europa, y desde la vida que venimos construyendo, subrayando aquello que José Antonio Marina dice de entender la historia como “la larga lucha por la dignidad humana”.

La dignidad de la persona significa que cada ser humano tiene un valor inherente, no negociable y no alienable, un valor imposible de deshacerse de él sin que el ser humano pierda su cualidad humana. Este valor, igual que todos, es anterior y superior a toda disposición social y a todo lugar o función social como afirma el profesor Goffi.

Don José María Arizmendiarrieta, como sabemos, fue un sacerdote diocesano prototípico de este caminar en pos de la dignidad de todos, con una búsqueda de identidad que tuviera validez particular y universal y estuviera centrado en el hombre cooperativo. Él, claro está, se fundamentaba en la fe cristiana y en el humanismo europeo histórico. Se sintió fuerte en su vida y en su actividad, precisamente, por los postulados humanistas que defendía. No cabía otra solución sino el humanismo. Era la postguerra. Había que restaurar y componer por encima de todo la dignidad de las personas y superar las divisiones. Tenemos que retener y actualizar su modelo, sin duda.

Son afirmaciones suyas algunas que subrayo ahora como ejemplo. Decía don José María: “La persona nunca está acabada sino que es perfectiva por el trabajo y la educación; el hombre coopera con Dios y con sus semejantes en la creación; la persona es un absoluto que nunca puede estar sometido a una colectividad y mucho menos ser instrumentalizado en su nombre; lo importante es el hombre más allá de los adjetivos, el hombre a secas...”.

No olvidemos que el siglo XX ha sido sobresaliente en el estudio y el desarrollo de lo que llamamos dignidad humana. Desde el humanismo cristiano de Maritain, Mounier, Teilard de Chardin cuya fuente de inspiración es el Evangelio de Jesús, hasta el humanismo existencialista de Sartre y de Heideger, también muy vivo y muy presente entre nosotros, a través de poetas y cantautores conocidos. El humanismo marxista que se nutre de los textos del joven Marx al estilo de Ernest Bloch o Adam Schaff en diálogo con cristianismo de la libertad, tuvo también mucha incidencia. También la psicología humanista de Carl Rogers y Erich Fromm que enamoró a toda una generación.

Todos estos humanismos, por diferentes que sean en sus presupuestos, han defendido y defienden el valor inherente de todo ser humano, su dignidad intrínseca ya sea por razones teológicas, ontológicas o históricas. Se podría decir que las dos tesis que están latentes en la postura humanista de siempre son: el ser humano es el ser más digno que existe en el mundo (primera tesis) y el ser humano es cualitativamente diferente de cualquier otra realidad del mundo (segunda tesis). Esta visión de la persona se concretó de una manera ética y jurídica en la Declaración universal de los derechos humanos del año 1948, en la que se afirma que el ser humano está dotado de una dignidad inherente, es decir, que merece ser respetado por el mero hecho de pertenecer a la especie humana, por su ser, independiente de sus funciones, circunstancias o estados vitales que pueda sufrir.

Se trata de asumir que el ser humano es un ser capaz de actos libres, que tiene que ser tratado con equidad y al mismo tiempo tiene el deber de tratar fraternalmente a sus semejantes. Ahora bien, como decíamos, hoy se nos está exigiendo repensar nuestra visión del ser humano y su centralidad y dignidad, por cuando que, a veces, hemos podido caer en un antropomorfismo excesivo (el propio Papa Francisco ha denunciado el antropomorfista anti-creatural en la encíclica Laudato sii) y, por otra parte, tenemos que afrontar nuevos y novedosos retos (me refiero al reto que nos están planteando ya el transhumanismo y el posthumanismo).

Estas nuevas corrientes, novedosas pero presentes entre nosotros, aprecian al ser humano como un ser que puede y tiene que ser superado, un ser que ya no ocuparía el lugar preeminente que le otorga el humanismo clásico. Las fronteras entre la condición humana y la condición técnica se difuminarían (transhumanismo), así como en la filosofía animalista (posthumanista) las fronteras ontológicas, axiológicas y jurídicas entre la condición humana y la condición animal quedarían reducidas a la mínima expresión. La diferencia entre la criatura humana y la máquina sería accidental (seres biónicos) y la distinción entre el ser humano y el animal sería solo de grado y no de cualidad (animalismo). Son corrientes e ideologías que están emergiendo y poniendo entre paréntesis el humanismo entendido de un modo tradicional. Es algo que nos exige edificar, nuevamente, los argumentos más decisivos que sostienen los derechos y las libertades de las personas. * Profesor de Antropología filosófica y miembro de la Fundación Arizmendiarrieta