l 16 de noviembre de 1989 fue asesinado Ignacio Ellacuría por un pelotón del batallón Atlacatl de la Fuerza Armada de El Salvador, bajo las órdenes del coronel René Emilio Ponce, en la residencia de la Universidad Centroamericana (UCA), junto con los jesuitas Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López. Fueron también asesinadas Elba Julia Ramos, mujer al servicio de la Residencia, y la hija de esta, Celina, de 15 años. En la actualidad, el cuerpo de Ignacio Ellacuría yace enterrado en la capilla de la UCA.

El nombre de Ellacuría no está olvidado en Euskadi, como lo prueba el premio instituido por el Gobierno Vasco, con gran acierto, para visibilizar la labor de organizaciones y personas comprometidas con la solidaridad, la igualdad y la justicia entre los pueblos. Precisamente, este año 2021 han sido premiadas organizaciones de mujeres de Nicaragua que luchan en un escenario políticamente complicado.

Pero, lo cierto es que el pensamiento del jesuita vasco no está suficientemente difundido. En realidad, su figura es venerada como víctima de la barbarie, pero poco se explora por qué la ultraderecha del ejército salvadoreño decidió asesinarlo. “Ellacuría debe ser eliminado y no quiero testigos”, fue la orden que dio el coronel René Emilio Ponce al batallón Atlacatl, el más sanguinario del ejército.

La posición del coronel Ponce era en realidad compartida por el Alto Mando en su totalidad siendo todos los jefes partícipes del grupo conocido como la Tandona, surgido de la promoción de 1966. Tribunales españoles condenaron al excoronel Inocente Montano, pero los conjurados para el crimen eran una docena de jefes. Para la Fuerza Armada, la UCA era un centro del pensamiento guerrillero. Pero lo cierto es que los jesuitas, entre los que estaban los vascos Jon Cortina y Jon Sobrino, además de Ignacio Ellacuría, eran vigilantes de los derechos humanos, y su intervención política se limitaba a procurar y trabajar por la paz con justicia. Los jesuitas conocían la realidad del país infinitamente más y mejor que la ultraderecha y defendían la idea de la negociación como la única vía posible para la paz. De hecho, el tiempo pronto les dio la razón y el proceso de diálogo y negociación culminó el 16 de enero de 1992 en México. La opción pacifista de la UCA era inaceptable para un régimen que a finales de 1989 se vio desbordado por una guerrilla que entraba en la capital y se desplegaba por los barrios burgueses. Lo que quería el ejército era bombardear San Salvador, pero los aliados externos e internos impusieron su tesis de que entonces sí se perdía la guerra.

El crimen de la UCA hay que conectarlo al asesinato de Monseñor Romero el 24 de marzo de 1980, cuando celebraba misa en la capilla del hospital para cancerosos, La Divina Providencia, en San Salvador. Por cierto, conozco muy bien los dos escenarios. Y, ¿cuál es la conexión? La respuesta la da el propio Ellacuría cuando afirma que hay que “revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección”. Los dos amigos, Romero y Ellacuría, compartían la misma idea: “Hay que sanar la civilización enferma y evitar un desenlace fatídico”.

¿Cuál era y es la alternativa de Ellacuría a la civilización del capital? Lo dijo y lo repitió mil veces: “Necesitamos una civilización de la pobreza”. Lo decía como teólogo de la liberación, como filósofo, como científico social, y como defensor de los derechos humanos. Para las y los lectores más estudiosos, les recomiendo el libro de reciente aparición, Hacerse cargo de la realidad, una obra dedicada a la teología política de Ignacio Ellacuría [Hacerse cargo de la realidad. Javier López de Goicoechea Zabala. Editorial Comares. Granada. 2001]. El título nos desvela que la empatía de ponerse del lado del que sufre requiere un paso más: ocuparse de los que sufren, “bajar a los crucificados de la cruz”, en palabras del propio Ellacuría.

Con semejantes pilares éticos y políticos, su discurso era para los militares que diseñaron y ejecutaron el plan de asesinarlo, todo un llamado para la acción. Por eso, semanas antes del crimen, desde Radio Cuzclatán, emisora del ejército, la ultraderecha lo trataba de guerrillero, de terrorista, a fin de crear un ambiente social hostil contra la UCA en general y contra Ellacuría en particular. Pagó su compromiso con su vida.

Otro jesuita vasco, Jon Sobrino, que el día del crimen se encontraba en Tailandia, ha recogido el legado teológico y político de su colega y amigo, escribiendo y citando conferencias sobre el “Ellacuría olvidado”. Sobrino destaca como el pensamiento de su amigo no es intemporal sino histórico y arranca del clamor ante la injusticia, lo que supone un vínculo profundo entre teología y ciencias sociales que se concreta en el compromiso de transformar la realidad histórica desde los análisis políticos.

Además, en el caso de Ellacuría destaca su función como mediador en el conflicto salvadoreño. Toda la producción intelectual de Ellacuría está orientada a la realidad histórica, se tata de aprehender la realidad y enfrentarse con ella, cargándola, o dicho de otro modo “dejándose cargar por la realidad”.

La propuesta ellacuriana de civilización de la pobreza choca frontalmente con la sociedad de consumo y el individualismo, con una realidad opuesta que deja a un lado consideraciones morales. Es fácil comprender que la teología y filosofía de Ellacuría no encajan en el neoliberalismo bajo el cual vivimos.

Sin embargo, a pesar de que la corriente fluye en contra de sus ideas e ideales, Ellacuría, un resiliente hecho en una sociedad dura como es la salvadoreña, mantiene la esperanza, y lucha. Los derechos humanos son el vector de una actividad multidisciplinar teniendo la universidad como campamento base. Cuando la UCA pone en marcha la licenciatura de Ciencias Jurídicas se pone en marcha un plan para formar cuadros comprometidos con la justicia y el desarrollo del país. En su visión, los profesionales del derecho salidos de la UCA deben ser defensores de lo que llamaba “mayorías populares”.

Algunos de sus críticos le atacan porque siendo jesuita hizo política. En realidad, la legitimidad del Estado en el pensamiento de Ellacuría se mide a través del cumplimiento y reconocimiento de los derechos humanos. De tal manera que cuando el Estado falla, los derechos humanos constituyen un asunto político. El poder político no puede dimitir de su responsabilidad y a él hay que pedirle cuentas. En términos de cualidades, el Estado debe trabajar por una sociedad igualitaria, comprometida con la equidad y la democracia. En su análisis permanente y profundo de la realidad salvadoreña, encuentra el lugar en el que debe lograr un Estado de justicia.

Eso sí, Ellacuría acepta la dimensión política de los derechos humanos, de la misma manera que aboga por su desideologización. Es la humanidad entera la que está convocada para su cumplimiento, no es un asunto de fracciones o grupos sociales, sea por raza, clase social, cultura, creencias, género, pueblos... El compromiso debe ser de la humanidad toda.