n la reunión anual del World Economic Forum del año 2018, recordemos que se celebra anualmente en Davos, una palabra apareció con fuerza e insistencia, tanto en el título de dicha reunión, como en los documentos y conclusiones de la misma: Fractura.

Tanto es así que los principales líderes mundiales, con el presidente de Francia, Emmanuel Macron, a la cabeza, reiteran desde entonces la conveniencia de “concebir de nuevo unas reglas del bien común y una regulación mundial en materia de ecología, salud, educación y formación”, ante el riesgo de fractura global en el cual está inmersa nuestra sociedad en la actualidad.

Múltiples son las razones y circunstancias que justifican esa preocupación de algunos mandatarios mundiales. Destacaría dos. Por un lado, el auge de los populismos en las “periferias”, entendidas estas como los núcleos poblacionales no estructurados sobre clases sociales medias, tal y como lo describe el geógrafo y uno de los principales teóricos de la desconexión entre las grandes ciudades y la periferia empobrecida, Christophe Guilly, encontrándose esta clase media claramente en declive. En segundo lugar, la desestructuración social de los valores e instituciones que dieron cuerpo a la globalización, como es el caso de la economía del bienestar y la multilateralidad.

Una situación muy actual nos puede ayudar a visualizar esa fractura bastante real y peligrosa hoy por hoy, y lo que conlleva. Me refiero al precio de la energía y su evolución a corto plazo, todo ello ligado al cambio climático y su abordaje, globalmente considerado. Asistimos en ello a un problema estructural y sistémico ya que la energía es un elemento básico en nuestro modo de vida y en nuestro sistema productivo.

El sector energético está configurado por pocas y grandes empresas que protagonizan un enfrentamiento importante con las Administraciones Públicas. Podemos hablar de una disputa entre colosos con el agravante de que, haya o no acuerdo, gane quien gane, una mayoría de los componentes de la UE y de cada uno de los 26 países, identificados como ciudadanos o como tejido productivo, se verán directamente afectados y sin capacidad de influir en el resultado de las negociaciones que se den.

Y a esa incapacidad quiero referirme especialmente, aquí y ahora, y dentro de esos procesos que fuerzan la “fractura”, a uno de los sujetos básicos en el entramado económico de la Unión Europea y del Estado. Me estoy refiriendo a las pequeñas y medianas empresas, pymes, que son aquellas, según definiciones oficiales y académicas, que tienen menos de quinientos trabajadores. Es decir, desde un autónomo que trabaje solo hasta esos 500 operarios.

Esta tipología de empresas suponen una dispersión y una heterogeneidad enormes que, además, les hace ser unos actores clave, pero, al mismo tiempo, débiles. Y son débiles ya que difícilmente pueden enfrentarse o defenderse directamente para hacerse oír y luchar por sus intereses. Y estos intereses pueden dirigirse a ganar el mayor dinero posible, -las menos-, o a consolidarse a largo plazo, -las más-, con lo que ello supone de mantenimiento de empleo e inversión, realizada, principalmente, a través de los beneficios no distribuidos.

Es cierto que existen asociaciones sectoriales e, incluso, de ámbitos geográficos concretos, pero me temo que la operatividad de las mismas es insuficiente. Especialmente, si tenemos en cuenta que una de las razones globales que están detrás del alza del precio de la energía es el incremento de la demanda de gas por parte de China, en detrimento del uso del carbón como materia prima energética. China es mucho China, y ni siquiera países independientes al margen de la UE, a quienes reciben y escuchan pueden influir.

Estas consideraciones, en lo que afecta a las pequeñas y medianas empresas, nos llevan a pensar en la conveniencia de la existencia de organismos intermedios operantes entre las empresas y la Administración. Cabe preguntarse si los existentes tienen suficiente presencia e influencia. Si cumplen realmente con su razón de ser.

Probablemente se produce un cierto debilitamiento en su capacidad de influir debido a dos causas. Por un lado, por la presencia de las grandes corporaciones dominantes en los órganos de gobierno de esos organismos y su influencia en los momentos de actuar. Por otro, la dependencia de los presupuestos públicos y las correspondientes subvenciones para mantener su estructura. Estas dos circunstancias, posible influencia del poder político y del poder económico, pueden suponer un cierto debilitamiento de las funciones reivindicativas de las agrupaciones empresariales, por lo que cabe colegir que cumplir satisfactoriamente su función básica, que es la defensa de los intereses de sus asociados, puede resultar problemática.

El dialogo social a tres bandas es imprescindible. Pero solo se da en los ámbitos estatales, llegando a acuerdos o desacuerdos aplicables exclusivamente en dichos entornos. Pero, ¿qué ocurre en los asuntos globales? ¿Quién decide y actúa? Si tomamos el caso del Brexit y analizamos el libro recientemente publicado por el negociador en representación de la UE, Michel Barnier, podemos deducir que la presencia empresarial y sindical, como partes estructuradas y actuantes en la negociación, ha sido inexistente o muy exigua. Probablemente ha habido una cierta interlocución con empresarios y sindicalistas a título individual, pero no con patronales y sindicatos, como tales organizaciones. Me parece una debilidad.

No olvidemos que estamos hablando de agentes productivos. Las empresas, fundamentales en cualquier sociedad, y un factor productivo imprescindible como son los trabajadores de las mismas, y ello obliga y requiere de fuerzas equilibradas para que puedan defender los intereses que representan con la suficiente eficacia. ¿Y de qué depende esa eficacia? A mi entender de varios factores, entre los que destaco, la calidad profesional de las personas que componen la estructura de esas organizaciones, la independencia ideológica y profesional de esas estructuras, y de que los objetivos de los órganos de gobierno de las organizaciones estén alineados, casi exclusivamente, con los intereses de sus asociados, y no tanto con los correspondientes a terceros. En una palabra, del prestigio del que gocen esas estructuras representativas.

Y esos organismos intermedios empresariales y sindicales, independientes y profesionalizados, son los garantes de minimizar algunos efectos negativos de la fractura que proviene, posiblemente, de un ejercicio inadecuado del poder económico y político por parte de quienes los detentan. * Economista