o niego todo, incluso la verdad”, canta Joaquín Sabina en el tema que da título a su último álbum para ironizar sobre lo que se dice de él, cierto o falso. Un verso cínico, es cierto, pero pertinente como réplica contra ese automatismo fatal de la gente que se cree cualquier cosa y acepta la información sin filtro hasta el punto irracional de confundirla con conocimiento. Se supone que necesitamos creer en algo y en alguien, siempre que eso tenga sentido y no constituya un refugio de ignorancias y renunciar al supremo derecho a la duda. Entre negar y confiar tiene que mediar un equilibrio que garantice el control propio y disponer de criterio para distinguir los contenidos, auténticos o mentirosos, de la comunicación, la historia, la economía, la cultura y la política. Esto es un choque a muerte entre la credulidad y el escepticismo en el escenario de cada persona y cada sociedad.

Si alguien creía que tras el fin del dominio de las religiones y el pensamiento mágico se había acabado la credulidad estaba muy equivocado. La credulidad (“la facilidad con que una persona se cree lo que otros le cuentan”) es una de las grandes contradicciones de los países avanzados. Y no hay excusas para la credulidad desde el momento en que uno toma conciencia de su propio ser libre y su dignidad. Sin embargo, nunca como ahora fue tan evidente la simplicidad e ingenuidad de la gente, incluso entre los instruidos, tan permeables a los medios, las tribunas y las organizaciones, nuevos púlpitos con nuevos y viejos dogmas. La credulidad es la base de todo totalitarismo, que encuentra su oportunidad en la tendencia cobarde de muchas personas a ser tuteladas.

La réplica a la credulidad y toda fe enajenadora es el escepticismo, “la desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo”. Creo que nuestro siglo precisa de la reinvención del viejo escepticismo de barrera religiosa hacia un poderoso recelo, especialmente activo frente a los señuelos de la tecnología, la cultura del entretenimiento y la tiranía del rebaño que obliga a desprenderse de la inconformidad natural del individuo y a la aceptación de la opinión conveniente. El escepticismo renace contra los nuevos poderes de influencia y las adormideras del sistema que nos quiere mansos, acríticos y fieles a valores sin alma, sin dudas ni pasión, desprendidos de toda la riqueza que habita en el espíritu humano y sin lo que nada somos.

Y como se trata de vivir feliz en convivencia amigable con la duda y la incansable búsqueda de certezas, como táctica general recomendaría blindarse frente a la información de los medios audiovisuales (y de la prensa escrita o sonora que abraza el entretenimiento para sobrevivir a su declive) y las redes sociales de participación y opinión. No son fiables por cuanto traicionan la razón de la información y su compromiso democrático. Pero si fallan los medios en su credibilidad (lo peor que puede ocurrir), no es menos funesta la temeridad con que las personas se asoman a la información sin el cuidado debido para comprender que las noticias emitidas con mucha prisa, parciales en su relato y con demasiado sesgo tendrían que ser asumidas con precaución intelectual y recia actitud de autodefensa. En un mundo de crédulos la información está sobrevalorada. Pues estamos en época de la sobreinformación o infoxicación, se hace indispensable una visión escéptica de las cosas, no sea que lleguemos a creernos bien informados, justo de lo que se jacta la penosa tribu de los crédulos. La pandemia nos ha enseñado, tras padecer una información atemorizante, a vivir escépticamente creyendo poco, dudando de todo y negando mucho. Un escéptico razonable y escarmentado diría que el máximo peligro de la información no es la falsificación y la inexactitud narrativa, sino las noticias que se ocultan, lo que no se dice, siendo parte sustancial de la realidad. La mayor mentira es el silenciamiento. Junto al enmarcado informativo, ¿qué agenda temática se prioriza, con excesos en lo frívolo y defectos en asuntos trasversales donde hay menos diferencias ideológicas? ¿Por qué los medios españoles ocultaron durante décadas las conductas delictivas del rey Juan Carlos? Y en otro orden, quizás anecdótico, ¿por qué la prensa seria continúa manteniendo entre lo veraz el viejo fraude del horóscopo? Si no fuésemos escépticos aceptaríamos, resignados, que, con la excusa del entretenimiento, entre crucigramas y pasatiempos, se da cabida a lo falso.

En el centro de Cangas de Onís, Asturias, hay una estatua erigida a Don Pelayo, en cuyo pedestal se advierte que fue el “Primer Rey de España”. No lejos de allí queda Covadonga, que conmemora la primera victoria cristiana contra los árabes. Ni está claro que el tal Pelayo existiera, ni que fuese rey y asturiano, ni había entonces España, ni aquella batalla tuvo lugar. Vamos hasta Compostela a disfrutar del coloreado Pórtico de la Gloria y en el museo de la Catedral nos relatan la gesta de Santiago Matamoros y la batalla de Clavijo en la que intervino el apóstol por gracia divina. Tampoco hubo batalla, ni Santiago ocupa su sepulcro, ni se enfrentó post mortem a los moros; pero la capital gallega vive del tinglado religioso montado sobre una descomunal falsificación a conveniencia de la fe católica. Todo es leyenda.

A un escéptico todo esto le carga de razones para constatar que la historia es, en general, una narrativa de patrañas, ficción. Si ya es difícil hoy, con los medios documentales disponibles, conocer qué complot entre varios fue responsable del asesinato del presidente Kennedy en Dallas, imaginen lo inverosímil de la historia carente de fuentes objetivas. Cuando el historiador recurre a la interpretación de los sucesos para rellenar su vacío, fabulando, hace lo mismo que los medios en la mezcla de información con opinión, contaminando su autenticidad.

Ante la magnitud de la credulidad popular, se necesita afirmarse escépticamente y reclamar la distinción entre los hechos acreditados y los bulos en los libros y museos de historia. Aún se enseñan a los niños esas leyendas troleras como hechos ciertos. Si la historia como ciencia social es la averiguación, conocimiento, explicación y divulgación del pasado humano, la pretenciosa historia oficial -como la española- no existe, sino que son historias diversas, complementarias y aun contradictorias, además de todo lo ignorado. Rechazamos la historia como dogma. Ya hemos visto el relato malversado que de Euskadi construye el Cetro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, en Gasteiz. La vacuna contra el engaño es el escepticismo.

La crisis democrática actual tiene que ver mucho con el oscurecimiento de la labor de las instituciones y los dirigentes políticos a ojos de la ciudadanía. La política se percibe como un lastre para la sociedad, no por rechazo del modelo de libertades individuales y colectivas, sino por el modo en que, demasiadas veces, se proyecta con toda su mezquindad y ambición de poder. Y sin embargo, dos tercios del electorado sigue acudiendo a las urnas en clara apuesta por un sistema imperfecto pero válido por encima de cualquier alternativa totalitaria o regresiva.

Hay un escepticismo profundo acerca de nuestros líderes que podrían responder con mayor trasparencia y una renovación de sus métodos de gobernanza y relación con la ciudadanía. La pandemia ha agudizado las actitudes de desconfianza y a su alrededor han crecido las fuerzas populistas y revolucionarias. Quizás nos convenga tener alguna piedad con las muchas carencias del sistema antes que ser cómplices de los enemigos de las libertades y favorecer su ascenso.

El escepticismo no es una categoría de duda radical, sino base de honestidad intelectual, una maduración alcanzada a golpes de desencanto. Tampoco es un fatalismo que deriva en indiferencia a todo. Nadie menos despreocupado que un escéptico. Si negamos la verdad es porque no existe pura y exacta. Cuanto más escéptico soy, mayor es mi ahínco en la búsqueda de razones y certezas humanas.

* Consultor de comunicación