on muchas las incógnitas que existen acerca de cómo exactamente va a perfilarse la economía mundial una vez que pueda controlarse la pandemia de covid-19. Ni siquiera sabemos con certeza cuándo vamos a poder dar por superada la crisis de salud pública actual (a día de hoy parece prudente sugerir que no será antes de 2023). Sin embargo, sí es posible adelantar algunos rasgos generales que con toda probabilidad caracterizarán a esa economía poscovid-19.

El primero de esos rasgos es una franca progresión en el proceso de declive de los fundamentos, políticas y valores neoliberales, puestos ya en entredicho a raíz de la crisis financiera de 2008 y la gran recesión que ocasionó.

Este proceso, que ya ha comenzado, ocurre de la mano de otras dos tendencias interrelacionadas: (1) la apuesta por las propuestas neokeynesianas (principalmente un esfuerzo de inversión pública en las economías nacionales) y, como consecuencia, (2) una reformulación del funcionamiento de la globalización hacia un modelo de glocalización, es decir, una estructura global multiescalar en el que el mítico “mundo sin fronteras” de Kenichi Ohmae deja paso a una gobernanza reticular más activa por parte de gobiernos regionales y nacionales.

La pandemia del covid-19 es una invitación a lo que el economista Joseph Schumpeter llamó destrucción creativa: una oportunidad para liquidar inversiones obsoletas y crear algo nuevo, mejor y, en la jerga actual, más “resiliente” y “sostenible”. Schumpeter entendió que la humanidad no progresa de manera equilibrada, sino que se tambalea de un extremo a otro, y cada extremo produce su propia reacción.

Tras el neoliberalismo, ahora resurge el neokeynesianismo. La rivalidad entre Keynes y Hayek fue sin duda una batalla intelectual épica, y dio forma a los cambios sísmicos en la política macroeconómica en las democracias occidentales mucho después de que la muerte de Keynes pusiera fin a su combate terrestre. Para Keynes, la política fiscal era la respuesta a los males cíclicos del capitalismo; para Hayek, la respuesta estaba directamente en el ajuste automático de las tasas de interés y la política monetaria en general.

En economía política, los excesos de la socialdemocracia keynesiana en los años 70 provocaron la reacción extrema del neoliberalismo. La arrogancia del neoliberalismo -su incapacidad para protegerse contra la posibilidad siempre presente de colapso, su falta de atención a la justicia social, su abrazo imprudente de la globalización, su pacto fáustico con el consumismo- ha generado a su vez una reacción.

La nueva batalla entre fuerzas políticas, convencionales y populistas, de derecha e izquierda, compuestas por fragmentos de viejos y nuevos descontentos, consiste en competir por suceder al neoliberalismo. El equilibrio sigue siendo difícil de alcanzar, pero a medida que pasa el tiempo parece más claro que nos hallamos ante un nuevo punto de inflexión en las políticas públicas de las democracias occidentales.

En la crisis actual, tanto los economistas convencionales (mainstream) como los no convencionales parecen estar de acuerdo en la necesidad de combinar la política de la oferta a corto plazo con la política expansionista keynesiana tradicional para evitar tanto una recesión como una aceleración de los precios. Por lo tanto, estamos viviendo en una época que muchos creen que tiene un carácter distintivamente keynesiano, una época en la que se extiende la percepción en los gobiernos de que una política fiscal anticíclica vigorosa es esencial.

Sin embargo, una perspectiva keynesiana de la política económica es más amplia que simplemente defender políticas expansivas como respuestas a corto plazo a las dificultades económicas, como en la crisis actual. También tiene que ver con la estrategia adecuada a largo plazo.

Se trata de cuestiones, entre otras, de desigualdad, sostenibilidad medioambiental, diseño de un estado de bienestar que funcione correctamente y el objetivo de lograr un nivel satisfactorio de producción, cercano al del pleno empleo. Aún no estamos en ese momento plenamente neokeynesiano.

Con respecto a la glocalización, varios factores han contribuído a su advenimiento. El principal es quizá la necesidad de reestructurar el funcionamiento de la economía global de forma que no suponga una pérdida de control por parte de los gobiernos nacionales y regionales. Se trata también de reducir la incertidumbre asociada a un sistema global que ha funcionado esencialmente al margen de regulaciones efectivas, de forma que la percepción del riesgo sistémico se ha ido acrecentando. A esta percepción contribuyen sin duda la crisis del orden liberal internacional, la crisis medioambiental global y la propia pandemia en curso.

El concepto no es nuevo. Roland Robertson lo utilizó ya en los años 90 del pasado siglo y algunos lo adoptamos en nuestros análisis del capitalismo global en aquellos años, convencidos de que el hiperglobalismo no explicaba la compleja distribución de fuerzas en la economía global. El término había sido acuñado por economistas japoneses para explicar estrategias de marketing. En japonés, dochakuka significa “localización global”.

Creo que es importante no perder de vista que la glocalización en ciernes viene favorecida por el neokeynesianismo incipiente

y por la necesidad de afianzar los sistemas democráticos, en un mecanismo de reforzamiento mutuo que evita -y desbarata- el trilema formulado por Dani Rodrik (la imposibilidad de que se den simultáneamente hiperglobalización, soberanía nacional y democracia).

Jeremy Rifkin ha subrayado recientemente las bondades de una estructura y funcionamiento glocales de la economía fundamentada tecnológicamente (el Internet del conocimiento, el de la energía y el de la movilidad) como manera efectiva de lograr por fin que se puedan alcanzar las metas medioambientales. Se trata de tomarse aún más en serio el concepto de distributed networks como forma de organización socioeconómica y también empresarial.

De la misma forma que la globalización provocó un cambio cualitativo en la organización y distribución de los mercados, así también la glocalización supone un alejamiento de las estrategias globales y la organización de la actividad de forma local pero reticular, en distintas escalas geográficas y socioeconómicas, con un cuidado de lo próximo y, al mismo tiempo, una conciencia plena de que lo local no es más que un pequeño nodo en una vasta red, con flujos de doble dirección, organizada a partir de la inteligencia electrónica colectiva.

Sería bueno que tomáramos nota -todos- acerca de los beneficios de la humildad vital y profesional en estos nuevos tiempos que se acercan. La cultura del neoliberalismo acrecentó la confianza exagerada -y a menudo sin fundamento- en la consecución de muchas ambiciones que, vistas a la luz de los acontecimientos recientes, resultaron ser desmedidas. Ahora el contexto es propicio para tratar de redimensionar algunos proyectos, y es incluso posible que seamos capaces de aprender algunas lecciones.

En este artículo no hay espacio para tratar de forma adecuada otros muchos signos del profundo cambio socioeconómico que estamos experimentando.

Por mencionar algunos de esos signos: la decisión del G-20 de tasar de forma significativa a las multinacionales, la probable evolución de las políticas de la Reserva Federal en torno a posibles brotes inflacionarios y la nueva política del BCE sobre inflación, las tendencias en el comercio internacional y en los flujos de FDI, los cambios cualitativos que suponen las políticas empresariales de digitalización y sostenibilidad, y, por otro lado, el cuestionamiento de valores en alza durante el neoliberalismo (por ejemplo, la meritocracia como indicador de justicia profesional) o las nuevas iniciativas contra los grandes monopolios. De algunos de estos aspectos nos iremos ocupando en sucesivos textos.

United States Fulbright Professional Ambassador, Massachusetts Institute of Technology, London School of Economics