olo en una semana del mes de mayo seis mujeres fueron asesinadas en el Estado español. Un dato que justifica el terror en que viven miles de mujeres maltratadas en un contexto de aumento de la violencia vicaria que busca infligir el máximo dolor. El desenlace del secuestro y asesinato de las niñas Anna y Olivia en la isla de Tenerife pone en evidencia que la maldad no tiene límites y que esos machistas, ingenieros del espanto, no es que estén enfermos, ni locos, sino que sólo saben gestionar sus emociones y la pérdida de control sobre su pareja haciendo daño, un daño extremo que conjuga poder con la recuperación del control.

Sí, en nuestra sociedad hay gente buena, de la misma manera que hay gente perversa. En el machismo que mata tendemos a buscar explicaciones que nos den tranquilidad, como que los asesinos nos son normales, pero lo cierto es que muy mayoritariamente lo que se manifiesta es una pulsión dominante que tiene su origen en el patriarcado, es decir en un sistema social bajo la jefatura de los hombres que son los que dictan las normas y sancionan los valores. Este sistema nos educa desde que nacemos para reproducir formas machistas de dominación a las que muchos hombres no quieren renunciar. De tal manera, el asesinato de una mujer por impulso machista no es un hecho aislado, sino la representación de un problema estructural que se concentra en el patriarcado.

Es frecuente que, ante el asesinato de una mujer, haya voces del entorno del asesino que lo califiquen como “buena persona”, “buen padre”, “amable y simpático”. El corolario de estas afirmaciones es que ha debido sufrir una enajenación, un ataque mental del que no es responsable. Pero no es así. Los machistas que maltratan y asesinan se alimentan de fuentes envenenadas de contravalores entre los cuales se encuentran el sentido de la propiedad de la pareja y el derecho a ejercer sobre ella la violencia como forma de sometimiento y de control. Un asesino machista puede ser un psicópata, o sea un individuo con desarreglo de su personalidad, no un enfermo mental, que encuentra en el patriarcado y sus resultantes un aliado para planificar sus violencias.

El maltrato puede ser una agresión sistemática poco o nada visible, lo que viene a llamarse luz de gas, que es un abuso psicológico sutil y no fácil de detectar y comprender. Esta violencia atrapa hoy a miles de mujeres en el Estado español y sólo es plenamente visible y abordada por los jueces cuando ya la violencia es física, y ni siquiera siempre. Las 18 mujeres y tres menores asesinadas entre el 1 de enero y el 12 de junio, antes sufrieron el calvario cotidiano de violencias perversas mediante un acoso o agresión permanente y reiterado que hace que la mujer que lo sufre termine sintiéndose culpable de las conductas machistas de su pareja hombre. De tanto oír frases como “estás loca”, muchas mujeres acaban creyéndoselo y en el mejor de los casos dudan de sus facultades.

Cada día aprendemos algo del movimiento feminista. Nos define el patriarcado como un sistema de relaciones sociales, fuente de desigualdad, instalado y protegido por los varones que, como grupo social y en forma individual y colectiva, oprime a las mujeres también en forma individual y colectiva. La derivada de este enfoque es que sólo mediante políticas potentes de igualdad, públicas y privadas, podrá abordarse la ola criminal machista que no cesa.

En este punto, es esencial la educación. El sólo hecho de observar cómo en los jóvenes e incluso adolescentes se reproducen los comportamientos machistas de sus mayores, da pavor. La pregunta entonces es: ¿qué pasa con la educación?

Quienes primero tienen que ser educados son los que imparten justicia. Muchas de las decisiones que toman jueces y juezas están vinculadas a su propia cultura patriarcal. En muchísimos casos se dictan resoluciones y sentencias carentes de perspectiva de género. Esto es muy grave debido a que quienes, por funciones, deberían estar en la vanguardia de la lucha contra el machismo y el patriarcado haciendo justicia, son los mismos que con sus decisiones ayudan a apuntalar la desigualdad entre hombres y mujeres. Se trata de un círculo vicioso que ayuda al victimario. Jueces y juezas deberían reciclarse o retirarse de la judicatura. No se les puede obligar a ser feministas, pero sí a ser meticulosos en la impartición de la justicia y, en consecuencia, en la persecución y castigo de cualquier forma de maltrato machista.

Es esencial asimismo la educación permanente de las fuerzas policiales, a las que deben dotarse recursos suficientes para la investigación, la vigilancia de hombres violentos y la protección de las víctimas. Por cierto, la creación de departamentos policiales bajo la gestión de mujeres es realmente un acierto. Muchas veces, la Ertzaintza hace su trabajo y los juzgados no están a la altura. Dieciséis denuncias diarias por violencia de género en Euskadi merecen una respuesta institucional más contundente.

La educación en la familia es una potente estrategia para prevenir la violencia de género y aún más, para fortalecer valores feministas de igualdad. La definición de roles y estereotipos sexuales para mujeres y hombres es telón de fondo. El control masculino, el uso de la violencia para resolver conflictos, la dependencia económica de las mujeres, el uso del lenguaje sexista, el reparto de las tareas del hogar, la influencia de los medios de comunicación... son numerosos los ámbitos a trabajar.

La educación en el sistema escolar en y para todas las edades debería ocupar un espacio innegociable, obligatorio. Si de nuestras escuelas, institutos y universidades salen bueno geógrafos, matemáticos, o sociólogos, pero reproductores de un pensamiento y comportamientos machistas, la resultante es un fracaso social formidable. Ahora bien, este déficit educacional no se resuelve con cursos superficiales para cubrir el expediente, lo que es una tentación para quienes distinguen estudios de “chicas” y de “chicos” y les importa poco que en las aulas se produzcan comentarios sexistas, seguramente porque ni los reconocen.

Los medios de comunicación, en una sociedad como la nuestra, son clave: pueden hacer que se difundan valores positivos o negativos, acciones ejemplares o deleznables, ideas de igualdad entre hombres y mujeres, y entre todos ellos y las personas transexuales, por ejemplo. Los medios desvelan casos de violencia machista y su modo de hacerlo debe poner de relieve que la desigualdad está en el origen del maltrato a las mujeres. Recientemente, una cadena de televisión ha difundido una serie que desvela los malos tratos sufridos por una mujer. La emisión ha disparado las denuncias de mujeres que se han animado a romper su silencio y a vencer el miedo llamando al 016.

La educación de las y los políticos. Por más que los partidos sean el reflejo de la sociedad, debería vivirse como una anomalía la existencia de cargos públicos que son probados machistas, por su negacionismo, por su lenguaje, por sus hechos. Los partidos políticos se supone que disponen de un proyecto de sociedad. Es una excelente razón para que se lancen a la denuncia abierta y valiente de los machismos que acosan a las mujeres, ya que un futuro mejor es imposible bajo el poder del machismo. Y es que el machismo no es un asunto privado entre un hombre y una mujer. Es mucho más, es un asunto político que requiere de políticas institucionales.

Feminismo y educación caminan juntos. Desde los orígenes del feminismo esta asociación ha estado presente. Una educación que ayude a ver la realidad. Que sea como las gafas que te permiten poner en claro lo borroso. Cuando se señala al patriarcado se está poniendo de manifiesto que constituye la bóveda del hábitat en que nacemos y otros nacerán, a menos que haya un cambio radical y completo de las relaciones sociales. La idea de patriarcado nos ayuda a comprender que la violencia machista no es la suma de hechos aislados, de árboles que nos impiden ver el bosque, sino el telón de fondo del terror en que viven cada día millones de mujeres en todo el mundo.

El feminismo es igualdad, libertad, respeto a todas las opciones sexuales. El machismo es violencia, opresión, infierno. No hay equivalencia posible entre los dos. De ahí que esté fuera del lugar algo tan extendido como “no soy machista ni feminista”.