ouis Ferdinand Céline, escritor y médico francés, revolucionó la literatura creando un nuevo estilo de escritura oral. Parecía como si escribiera tal cual hablaba, como si no existiera un filtro entre las expresiones coloquiales que usaba y su escritura. Tal destreza exige una depurada técnica que consagró a Céline como maestro de la literatura universal.

Su vida fue un torbellino de experiencias y pasiones. Ejerció de médico especializado en enfermedades infecciosas, luego funcionario de la Sociedad de Naciones, aventurero en África, asiduo de los bajos fondos, amante de mujeres de todo tipo y condición. Escribió una novela autobiográfica, Viaje al fin de la noche, que resultó ser un inmejorable epitafio, pues declarándose antisemita y adhiriéndose al nazismo, ejerció de intelectual colaboracionista durante la ocupación de Francia por los alemanes, de donde huyó tras el desembarco de Normandía.

Céline se refugió en la Alemania hitleriana hasta la derrota del nazismo. Preso en Dinamarca, volvió a Francia, donde había sido condenado en rebeldía y castigado al ostracismo social. Los intelectuales, entre ellos antiguos amigos, le describían como una combinación deforme y monstruosa de gran escritor y fascista. El gobierno de la Liberación lo declaró oficialmente “desgracia nacional”. André Malraux, uno de aquellos antiguos amigos, ministro de cultura de De Gaulle, lo medio absolvió: “Es un mal tipo, pero un gran escritor”.

Céline cumplió una autoimpuesta penitencia volviendo a trabajar en el más absoluto anonimato en un hospital para enfermos infecciosos donde murió el 1 de julio de 1961, hace ahora precisamente sesenta años. Nunca se retractó de sus dichos o escritos. Tampoco de sus hechos, pues a su modo de ver nada reprobable hizo. Si interrogásemos a Céline por lo ocurrido en el pueblecito francés de Oradour sur Glane el 10 de junio de 1944 -mientras preparaba sus maletas para escapar de Francia-, probablemente nos diría que no supo del vil asesinato de todos menos uno de sus 644 habitantes, entre ellos 19 exiliados republicanos españoles, de los hombres fusilados, de las mujeres y los niños quemados vivos dentro de la iglesia local por los soldados del Regimiento Der Führer de la División acorazada de las SS Das Reich. Esta ignorancia no excusa a quienes están obligados a reconocer la verdad de lo sucedido pues las personas no estamos solas en medio de la multitud y los grandes crímenes se acaban conociendo porque hay testigos que lo confirman -el superviviente único de la matanza de Oradour- o porque no puede desvanecerse sin explicación la totalidad de una población.

Quienes pretenden olvidar el pasado que les involucra son a la vez convictos y carceleros del mismo. Céline y todos los amnésicos que fueron y son cumplen esa doble condición, en Francia, en España y en Euskadi.

Céline era un “pianista” que tocaba una y otra vez la tecla de un piano fúnebre para el que solo existe la muerte: “La vida es eso, un cabo de luz que acaba en la noche”. Esa morbosa obsesión por la muerte tiene explicación en un hombre que vivió las matanzas en el campo de batalla durante la I Guerra Mundial, donde fue herido y condecorado. Pero debemos recordar que otros muchos escritores que abominaron igualmente de aquella carnicería consiguieron alcanzar el sosiego y la quietud precisamente por medio de la escritura. Céline creyó que la mejor manera de acabar con la inhumanidad de la guerra era apoyar una ideología biomédica que dividía el mundo entre imprescindibles y prescindibles. Acabó por echarse en brazos de los nuevos matarifes, considerando, en su fanatismo casi demente, que los nazis terminarían por imponer la paz definitiva, el no-más-guerras.

Comparar los asesinatos en masa de una guerra con el goteo semanal de mujeres y niños muertos a manos de sus parejas o padres puede parecer una desmesura. No lo veo así. El dolor es el mayor y más intenso movimiento social. Lo estamos experimentando y compadeciendo con el asesinato y desaparición de las niñitas Olivia y Anna a manos de su padre en la costa de Tenerife. Nos preguntamos cómo pudo suceder tal cosa -el filósofo Enmanuel Kant escribió que “el hombre es un ser que se hace preguntas que en última instancia no puede responder”- y concluimos que no conocemos el mundo en el que nos movemos, que el padre doblemente asesino no habita nuestro mismo estadio mental. Pero eso es consolarnos a nosotros mismos con sabias mentiras. Porque el mal existe, porque la justicia es efímera y porque gritar que pare el carro es pedir que la inhumanidad desaparezca como el cabo de luz acaba en la noche. Los asesinatos de las niñas de Tenerife han vaciado de luz nuestro paisaje. Son momentos en los que no necesitamos buscar el porqué de las cosas. Son situaciones únicas donde no hay lugar para el debate o la discrepancia pues el lenguaje del dolor es tan universal como la música y en las circunstancias de verdadera tragedia se ven todas las cosas claras y de inmediato.

Céline nos advirtió que “la gran derrota en todo es olvidar, sobre todo lo que mata”. Que tan profunda verdad la escriba un amnésico de sus propias maldades nos obliga más si cabe al recuerdo de las niñas asesinadas a la manera de los narcotraficantes colombianos y con la misma finalidad de dejar a la madre muerta en vida.A ese “viaje al fin de la noche”, del horror dentro de casa, se le llama asesinato vicario y comienza con cada mujer despreciada, humillada, maltratada, presa en un matrimonio sin escapatoria que vive cada noche, intentando proteger a sus hijos, invocando la misma plegaria: “Mis niños buenos; duerme todo salvo el miedo, mi miedo”.