cabo de pasar unos días en San Martín de Unx, el pueblo que me vio nacer, donde hacía algún tiempo que no me había acercado. Cuando dejo atrás Tafalla y en la Crucica se dibuja en lontananza la silueta del pueblo cobijado bajo la montaña, hay algo dentro de mí que se revuelve con fuerza. Es un chorro de recuerdos, vivencias, palabras y remembranzas que estaban como enterrados por el paso de los años. Pero todo revive. Es algo que no se puede explicar y que se repite una y otra vez, algo que no anula ni la distancia ni el tiempo.

Esta vez ha sido distinto. El pueblo aquel que guardo dentro de mí con toda frescura en la alacena de los recuerdos de mi infancia, es algo idealizado, ya no existe. Es otro, y no me había dado cuenta. Siguen como entonces sus iglesias centenarias, su cementerio medieval, su cripta artística y coqueta, sus casas señeras, sus escudos de hidalguías soñadas, sus empinadas rúas medievales. Pero todo ha cambiado, ya no es el mismo. Aquel pueblo que a mediados del siglo XX contaba con alrededor de 1.500 habitantes y estaba lleno de vida, se ha mermado con el tiempo hasta quedar unos 400, y envejecidos. Ya no tengo con quién hablar cuando salgo a la plaza, donde pasaba largas horas con los mayores recordando anécdotas, vivencias e historias, que al fin y al cabo hemos vivido y somos, eso, recuerdos. Las personas con las que hablaba las ha ido aventando el tiempo y ahora están en el cementerio, en sus casas o en la residencia. La plaza está desierta de conversaciones, muda de recuerdos y de sueños de futuro. Se palpa la falta de renuevo vital.

Yo me pregunto si se podrá hacer algo con este pueblo, y tantos otros, que podría tener tantas posibilidades. Y me pregunto si esta problemática está en las reuniones de reflexión de los políticos implicados en estos asuntos. Las grandes ciudades son un recogedor de ciudadanos anónimos que han dejado atrás sus vivencias, son seres desconocidos metidos en pisos solitarios, son seres que no tienen nada en común que contarse, son extranjeros que se juntan sin conocerse, se saludan por compromiso y se mueren sin enterarse o sin ser llorados por los vecinos. En las grandes ciudades no tienen experiencias comunes, ni parientes relacionados, ni un camposanto donde acudir, ni historias compartidas que contarse más allá de los silencios tensos de ascensor.

Todas estas sensaciones han vuelto a mí con la experiencia de estos días. A medida que uno se va haciendo mayor, vuelve a la tierra que lo vio nacer, como la cigüeña vuelve al nido. Cuando “regreso al pueblo de mis orígenes y puedo disfrutar de paz y sosiego”, que dice el economista y escritor Jesús Muruzabal Lerga. Son las raíces. Lo malo sería no tener nido al que acudir o encontrarlo destrozado.

Son muchos los pueblos de la España Vaciada. El ingenio, la imaginación es la potencia más importante del ser humano. En otros sitios se ha logrado cuando se han sentado a pensar. Ojalá salga algún cerebro capaz de reflexionar sobre su tierra, sobre cómo defenderla de los depredadores internacionales, de dar salida a los recursos, de valorar el sector primario, de levantar caminos de esperanza. Sin esperanza no puede haber futuro, y si se mueren los pueblos, desaparece nuestra historia.* Escritor