i ordenador parece una fábrica de ventanas. He abierto tantos principios de artículo que ya no tengo sitio para volver a iniciar otro. Es como si hubiera venido un viento del sur y, con granos de arena, ha moteado toda la pantalla. Seguro que a usted le ha pasado muchas veces, quiere hacer tanto que se queda en blanco. He estado una larga temporada fuera de circulación por mi endeble salud y he tenido que aprender todo lo que pasa en el mundo porque me creía la única superviviente del covid. ¡Qué iba a hacer yo sola! Lentamente he ido recuperando la posibilidad de hablar, escuchar y andar. En este volver a empezar, me he impuesto la obligación de estar atenta a la actualidad. Una amiga mía periodista me hablaba de lo importante que fue para la sociedad -especialmente la femenina- el programa de Rociíto. Lo había perdido, pero he recuperado la serie y me he sentido francamente avergonzada de no haber visto a esta chica contar sus desgracias. “Hasta las ministras -contaba- han salido para alabarla”. La verdad es que, tarde, me he puesto al día de su desgraciada vida, aunque aún no entiendo para qué la ha contado.

Durante muchos años, he tenido ese mismo deseo y he llegado a la conclusión de que la vida, mi vida, solo me interesa a mí. He hecho nueve versiones de la misma historia contada con distintas palabras y, al fin, he dado a borrar. A cada uno nos preocupa nuestro propio hoy. Vemos el periódico, oímos la radio y los noticieros de televisión y, mientras tenemos la noticia delante, decimos: ¡Pobre gente! Niños hambrientos, pateras hundidas, bombas, guerras en cada esquina del mundo y... y yo preocupada por la historia de Rociíto. Me siento profundamente avergonzada por mi simpleza.

La vida son muchas cosas más, pero me obligo a fijarme en esta historia que parece haber conmovido a tanta gente. Quieta ante el televisor y, sin sonido, veo una chica sentada en un plató muy grande y gesticulando. Pone una pierna sobre la silla, se queda mirando al horizonte y, perfectamente maquillada, noto que sus gestos denotan una profunda tristeza. Empatizo con ella porque muchas veces somos individuos sentados viendo el panorama del mundo y lo único que nos preocupa es que, en esa inmensa sala de cine, grande como las de antes, mi imagen quede perfecta. Ya es inútil. Somos otros. Quiero rodearme de fotos donde se me ve feliz, disfrutando, alegre y quiero entrar en esa foto y ser la que era en aquel momento. Entonces, con el pensamiento, me hermano con la hija de Rocío Jurado. Recuerdo su boda sonora, la vida de su novio, un guardia civil con poco futuro. Y admiro su decisión de lanzarse al vacío de aquella historia para llenarla de momentos de alegría. Aquellos momentos felices no se ven en el documental.

He cogido álbumes de fotos y he ido pasando páginas, cada instante parece importante. Lo cierto es que fue único porque al siguiente minuto mi cara y mi vida era otra secuencia. Hace años compré una colección de libros, cada año salía un volumen con todas las noticias que habían ocurrido en el mundo en aquellos 365 días. En ningún momento pude imaginarme a Rociíto contando su vida al mundo. Era tan simple, tan absurdo, que he sentido lo mismo que muchos telespectadores. Estamos dormidos si realmente nos parece tan importante la vida de una mujer que no ha sido feliz.

Cada día que ha pasado de los últimos años, he tenido deseos de escribir sobre mí. La tarea es francamente imposible y, aunque mi cabeza se empeña en afirmar que puede ser interesante, lo dejo. Así nunca paso curso porque siempre tengo una asignatura pendiente. Continuamente me dan suspenso en vida.

Cuando subo el volumen del sonido, se mezclan voces distorsionadas. Todas parecen las más importantes y tratan de silenciar a los demás. Al intentar ponerme en la actualidad del hoy, veo que realmente nos preocupa todo lo que no sale en televisión. Nuestro día, qué vamos a hacer en el minuto siguiente, cómo vamos a sobrevivir sin trabajo, dónde irán a estudiar nuestros niños, por qué nos tiene que dar consejos un señor que lleva coleta y es tanta nuestra falta de sentido, que llega a intrigarnos si ese señor se va a cortar la coleta o no. Cuando pienso esta simpleza, me acuerdo de mi hijo pequeño que llevaba rastas y una Navidad decidió cortárselas. Sin duda, fue un momento clave de su vida, pero lo afrontó. Le dio las tijeras a Adriana, mi nieta, y le pidió que le cortara la primera. Con aquel sencillo acto, mi hijo empezó una nueva vida. Yo no sé en qué momento me perdí, pero me perdí. Intento hacer un hueco en las fotos de aquel fin de año y veo que mi cara no entra en las risas, las copas de champán y los ruidos de petardos. Es como si yo hubiera querido silenciarme y borrarme de todos los segundos de aquellos años.

Esta mañana, ante la multitud de ventanas abiertas de mi ordenador con temas sin terminar, he pensado que es el momento de mirarme a mí misma y decidir entrar en este año que ha llegado a mayo y que yo aún creo que es enero. Ya no hace frío, la calefacción no es necesaria, tengo que cambiar el vestuario de mi armario y pintarme real dentro de las tertulias que vuelven a llenar las terrazas de gente feliz, la nueva normalidad me ha pillado con el paso cambiado y tengo que dar gracias a Dios de que, en esta obnubilación de tiempos, mi vida no haya sido un número más de los fallecidos o contagiados. Estoy bien. Me perdono a mí misma y me declaro inocente. * Periodista y escritora