olo somos tan fuertes como el sistema de salud más débil. Con estas palabras el actual secretario general de las Naciones Unidas describía con claridad la necesidad de organizar una respuesta de salud pública internacional, sólida, concertada y que beneficie al conjunto de la población.

Sin lugar a dudas, nos enfrentamos a una crisis de salud mundial sin precedentes. Pero es más que una crisis de salud. Asistimos a una crisis socioeconómica que está atacando a las sociedades en lo más profundo y que representa una amenaza para el ejercicio de todos los derechos humanos, también los derechos culturales, tradicionalmente excluidos a la hora de reconocer su importancia y potencial en situaciones de crisis extraordinarias como la actual.

En palabras de Karima Bennoune, Relatora Especial sobre los derechos culturales de las Naciones Unidas, “además de las actuales crisis sanitaria y económica, la humanidad se enfrenta nada menos que a una posible catástrofe cultural mundial, que tendrá consecuencias graves y duraderas sobre los derechos culturales -y otros derechos humanos- si los actores pertinentes no adoptan inmediatamente las medidas necesarias”.

La crisis económica que acompaña a la pandemia está provocando efectos en cadena sobre millones de personas, sobre sus medios de subsistencia y sobre sus propias vidas, con especial incidencia en los grupos más vulnerables que ya estaban en una situación de riesgo: infancia desprotegida, mujeres y niñas, personas con discapacidad, personas con bajos ingresos y/o del sector informal,...No en vano, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha calificado la pandemia como la peor crisis mundial desde la II Guerra Mundial, con efectos devastadores en todo el mundo y en todas las esferas de la vida. Así, se estima que se han perdido 114 millones de puestos de trabajo y alrededor de 120 millones de personas han vuelto a sumirse en la pobreza extrema.

Sin embargo, esa realidad no debería ocultar que asistimos a una crisis global que también está afectando especialmente al sector cultural y a las personas que trabajan en él: profesionales de la cultura, del mundo del arte, artistas que actúan en vivo y los equipos técnicos que les dan apoyo, músicos, escritores, guionistas, por citar solo algunos ejemplos de las personas que conforman el sector cultural y que, atendiendo a la naturaleza específica -y a veces esporádica- de su trabajo, con frecuencia se ven en la obligación de trabajar de forma precaria, y en muchos casos ante la necesidad de desempeñar simultáneamente otros empleos para poder subsistir con un mínimo de dignidad.

En palabras del subdirector general de Cultura de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) “la crisis causada por la pandemia de covid-19 también ha puesto de relieve la persistente necesidad de mejorar los mecanismos de protección social, económica y laboral de los artistas y profesionales de la cultura y la necesidad de mantener y fortalecer sus condiciones de vida y trabajo”.

Los datos que vamos conociendo son inquietantes. Según la encuesta realizada por el Observatorio de la Cultura, presentada en enero de este mismo año 2021, como consecuencia de la pandemia los ingresos totales del año 2020 se han visto reducidos de media en un 29%. Un 7% mantiene sus actividades cerradas, un 57% ha recuperado solo parcialmente la actividad normal y solamente el 31% ha recuperado el volumen normal de actividad. Además, respecto a las previsiones para el año 2021, el resultado vuelve a ser negativo y de media se espera que los ingresos disminuyan respecto a 2020 en un 7%.

En relación al impacto en el empleo los datos señalan que un 37% mantiene aún parte de la plantilla en ERTE, mientras el 59% reconoce haber reducido plantilla como consecuencia de la pandemia. Por citar un ejemplo, según el Observatorio Navarro de la Cultura, si en febrero de 2020 las empresas del sector ya presentaban una tendencia negativa en el empleo, esta tendencia se intensifica de un modo notable a partir de marzo coincidiendo con el inicio de la pandemia, siendo la variación del -26%.

También los poderes públicos están reduciendo sustancialmente los recursos que dedican al sector cultural con un impacto exacerbado en la producción artística y cultural local. No es el momento de recortar la financiación pública de la cultura sino de aumentarla y son precisamente los gobiernos y autoridades locales quienes, destinando los recursos necesarios, mantienen un poder considerable para actuar como catalizadores de la cultura y producción artística local. Como mínimo, se debería atender a la recomendación de la UNESCO de destinar el 1 % del gasto total a la cultura, también en períodos de crisis como el actual, de forma que la financiación de la cultura forme también parte de las medidas de estímulo relacionadas con el impacto de la pandemia.

Los derechos culturales tienen una importancia fundamental para el bienestar, la resiliencia y el desarrollo de las personas, y están garantizados en virtud de numerosas disposiciones del derecho internacional. No son un lujo, ni siquiera durante una crisis sanitaria y económica mundial como la que padecemos. La cultura debería ocupar un lugar central en la respuesta a la situación generada por el impacto del covid-19 en nuestras sociedades, y las políticas públicas deberían evidenciar el valor fundamental de las artes y la cultura y su trascendencia para el aumento de la resiliencia y el disfrute mismo de todo el abanico de derechos políticos, económicos, culturales, civiles y sociales.

Garantizar el acceso a la cultura y la participación en la vida cultural y adoptar medidas específicas que contribuyan a la supervivencia de las entidades y sectores culturales resulta esencial para el disfrute de los derechos culturales. Como bien ha señalado la Relatora en el excelente informe que inspira este artículo, no se trata simplemente de hacer lo correcto en materia de política pública, se trata de dar cumplimiento a obligaciones jurídicas internacionales, en este caso concreto, a los compromisos en materia de derechos culturales que los Estados han contraído en virtud del derecho internacional.

La ejecución de programas específicos de apoyo dirigidos a las y los trabajadores del sector de la cultura, la suspensión del pago de impuestos y de las contribuciones a la seguridad social para el sector de la cultura, el aumento del apoyo público a la creación y producción, el establecimiento de un fondo para que jóvenes vulnerables puedan acceder a actividades culturales o la posible creación de un fondo mundial para la cultura son solo algunas de las propuestas que la Relatora aborda en su informe y que resultan perfectamente aplicables en nuestro entorno en consulta y con la participación de las personas y asociaciones que trabajan en el sector.

Los autores firman en representación de la Asociación Pro Derechos Humanos Argituz