l comienzo de esta crónica puede parecer un cuento de hadas, pero no lo es. La vida puede parecer -a veces- un cuento de hadas, pero no lo es nunca. Durante uno de los encierros motivados por la pandemia, tuve ocasión de leer un libro que parecía escrito a medida de las circunstancias: Viaje alrededor de una habitación. La obra, editada por Mármara, tenía la particularidad de incluir dos textos complementarios: el ya citado y Expedición nocturna alrededor de mi habitación. Esto es, la cruz de la moneda: la cruz de la moneda de la misma vida.

Xavier de Maistre concibió este relato en 1790 durante los cuarenta días de arresto domiciliario que pasó encerrado en su apartamento de Turín. Un confinamiento que el autor se tomó con filosofía y humor, como si estuviera dando una vuelta al mundo alrededor de ochenta metros cuadrados. Paseando por los estrictos límites que le ofrece su cárcel temporal, describe objetos domésticos, reflexiona en voz alta, evoca recuerdos juveniles. Pero más allá del tono paródico de la obra, la narración encierra -como la buena literatura- todo un tratado moral.

El escritor francés nos enseña en este libro a sobrevivir a los tiempos difíciles, a superar eventuales obstáculos. Y nos habla del valor de la amistad, de la fidelidad y la honradez, del sentido de la solidaridad en una sociedad superficial, vendida al oportunismo y al sálvese quien pueda. El relato es también, por tanto, un ataque al mundo de la época. “Desgraciados humanos: ¡estáis oprimidos, tiranizados! ¡Salid de vuestro letargo!”, escribe hacia la mitad del volumen. Algunos pasajes de su periplo viajero parecen extraídos de nuestro presente; algunas de sus arengas aleccionadoras acicates para la insurrección. Acercarse a estas páginas y asimilar su saber es llevar un cuaderno de bitácora en la mano, una guía para combatir los días negros que vivimos desde hace un año.

La crisis desatada por la pandemia, que está dejando un reguero infinito de muertes y daños colaterales no solo en la economía, llegó de forma repentina y ha dejado en nuestra cotidianidad un desorden generalizado. Sin embargo, como afirma Daniel Innerarity en su último ensayo, no estamos solo ante un problema epidemiológico, sino también epistemológico, en la medida en que las sociedades se han visto impelidas a pensar la realidad de manera diferente. A este desconcierto constante y al descrédito de nuestros políticos, se ha unido la sospechosa invalidez de unos sistemas liberales cada vez más en entredicho. Una democracia -en tanto régimen abierto e interactivo- necesita gobernantes y de la población civil para prosperar. Y un momento de alarma global como este exige responsabilidades y un debate público continuo.

El escenario de nuestro presente en nada se parece a un libro fantástico, dista mucho de ser un cuento de hadas y cada vez se asemeja más a un relato de terror. Día tras día vemos cómo el agotamiento va haciendo mella en nuestro ánimo, y cómo la endémica incertidumbre se antoja la coartada perfecta para que los (mal llamados) garantes de la libertad -esos políticos profesionales y los defensores del proletariado- sigan recortando derechos individuales y colectivos.

Si hay una palabra que define el sino de nuestros días es la palabra crispación. A este vocablo seminal podríamos añadirle otros: miedo, ansiedad, frustración, tristeza. Echar un vistazo a nuestro alrededor es darse de bruces con un ambiente de hostilidad permanente. Una hostilidad que no se limita a nuestra situación coyuntural sino también a las diatribas de nuestros representantes. Y es que, de un tiempo a esta parte, la política nacional se ha convertido en un juego de adictos al escándalo y al trapicheo, en un teatro de figurantes que roban y chantajean y donde la desacomplejada osadía de cualquiera (de una fascista recalcitrante, por ejemplo) se alía con la desvergüenza de quien se sabe omnipotente en el gran circo parlamentario.

La mala gestión de la crisis que, en algunos casos, están haciendo el Gobierno central y los presidentes de algunas comunidades autónomas no hacen sino alimentar el malestar general y la desconfianza. No es justo, por poner un caso, que se criminalice a sectores como la hostelería -con unos argumentos inciertamente científicos- y que un deportista (profesional o aficionado) tenga carta blanca para todo. Si hay actividades consideradas esenciales cuando quizás no lo son, que lo sean también otras que sí lo son y se proscriben.

Las protestas que tuvieron lugar en Barcelona hace unas semanas dieron la medida de una tensión vertiginosa. Salir a la calle para reclamar la libertad de un supuesto artista -cuyas letras son tan frívolas y deleznables como gratuitas- fue solo el pretexto para canalizar un malestar entronizado en las generaciones más jóvenes. Habría que preguntarse, sin embargo, si esos adolescentes que actuaban con extrema virulencia no lo hacían movidos por algún tipo de incentivo político o económico. Y es que hoy, como ha sucedido siempre, hay organizaciones capaces de cualquier cosa con tal de ganar votos. Por otro lado, se ha convertido en lugar común hablar estos días del peligroso ascenso de la extrema derecha, pero pocos parecen advertir los postulados de cierta izquierda conservadora y retrógrada. Hay violencia en sus discursos igual que en los rostros de quienes saqueaban comercios de lujo en Barcelona. Unos comercios -escribe Ramón Andrés- que son un insulto para las clases más pobres, aunque también lo son las oficinas del insigne equipo de la ciudad, cuyos escaparates resultaron intactos.

Se dice que la libertad de un ser humano termina donde comienza la de otro, luego el deseo de venganza no justifica cualquier acción, porque uno queda a la altura de su adversario. Sin embargo, vemos violencia en las revueltas callejeras y no en las declaraciones de quien -en el momento más desconcertante de la crisis- insta a abrir la industria de su país particular demostrando lo poco que le importa el bienestar de los ciudadanos y mucho la salud de la economía. Que el pueblo haya sido -tradicionalmente- la mano esclava del poderoso no significa que se le tenga que poner en peligro de manera gratuita. He ahí un ejemplo de agresión normalizada.

Históricamente, las clases humildes son las que más han sufrido la burla y el escarnio por parte del poder, las tropelías más vergonzantes. Violenta es la imagen que nos dejó en esta ciudad, Vitoria-Gasteiz, el homenaje a las víctimas del pasado 3 de marzo, donde políticos y sindicalistas se reunieron -puño en alto-para honrar a los caídos. Unos señores, que se dicen defensores de los trabajadores, que firman despidos y legitiman abusos simulando un espíritu contestatario que resulta ridículo por su manifiesta inoperancia. Unos señores que se autoproclaman combativos y que, dando la mano al directivo de turno, se erigen en emisarios de la negra paz de la que habla Joseba Sarrionandia: la que da la libertad de hacer trabajar a los demás y rogar a Dios con una sentencia traidora en los labios. Eso se llama hipocresía, y esa hipocresía genera indignación, odio futuro.

Vemos violencia, porque la hay, en el sabotaje que tuvo lugar hace meses en una de las mayores factorías de Euskadi. Pero no vemos la violencia que se ejerce a diario en las grandes factorías de Euskadi. No nos preguntamos -tampoco- por las razones que pueden llevar a una persona a perpetrar un acto delictivo. La excelencia de una institución o de una empresa no se mide por su envergadura sino por la bondad de las personas que la dirigen. Y en las grandes empresas de este país, amparadas por la ley y por unos sistemas de trabajo abusivos, se explota al empleado: se hace daño a conciencia. Pase que cuando se produce un accidente laboral, por ejemplo, no admitan su responsabilidad y carguen al obrero con la culpa del error cometido o de la patología desarrollada. Pero lo que no puede pasar, y lamentablemente pasa, es que utilicen las maniobras y artimañas más barriobajeras para desestabilizar a un operario. Hablo de provocaciones, de humillaciones, de persecución en toda regla. Unos conflictos -estos- que suelen resolverse mediante la compra de silencio: un silencio que exime de toda pena a quien los provoca.

De esta manera, abuso tras abuso, y mentira tras mentira, vamos escribiendo la crónica tóxica de nuestro presente. Aunque se las invisibilice, las injusticias son muchas, las violaciones de los derechos continuas. Que un trabajador de la hostelería soporte jornadas de catorce horas es un escándalo que alguien debería denunciar. Que una empleada de la limpieza cobre un sueldo miserable es un escándalo que alguien debería denunciar. Que un profesional sanitario niegue una evidencia palmaria es un escándalo que pone en entredicho la ética hipocrática y deja al desnudo una verdad sonrojante: que la autoridad que damos a determinadas figuras del poder -rayana en la pleitesía- no se corresponde a su supuesta categoría moral.

Ante un panorama como este, no es de extrañar -aunque sea un gravísimo insulto para la sociedad- que uno de los hijos pródigos de esta ciudad, después de cumplir su particular viaje por una habitación de lujo, vuelva a pasearse por nuestras calles y venga a darnos -ahora- lecciones de justicia.

El autor es escritor